49. El Retorno de la luz ( 49/50)
Se
acerca el invierno; la oscuridad y el frío son íntimos compañeros, hijos de la
Noche. Aunque hace milenios que dominamos el fuego y sus sucedáneos, aún la
falta de luz nos evoca terrores ancestrales, y en estos días se nos invita a
estar recogidos en casa.
El anciano se levantó de su gastada butaca, y
atizó los troncos para avivar el fuego en la, también, vieja chimenea. Lo hizo
con la pericia del que lleva más de medio siglo haciéndolo. Sin improvisar
ningún movimiento, Las llamas crepitaron durante unos instantes, luego
decrecieron. La sala apenas estaba iluminada; Adelmo Frutos no esperaba visita.
El día había transcurrido con las rutinas habituales: encender la lumbre,
calentar el café, preparar el puchero, sacar los perros, leer un rato, comer y
así otras cuantas… En un momento, el hombre –con casi noventa años sobre sus
inclinadas espaldas- se acordó de que hoy era 21 de diciembre, el día de la
entrada del solsticio, la entrada oficial del invierno. Si bien –pensó con algo
de ironía- todo este año 2020 (el del dichoso Covid19) estaba siendo más bien
gris, tristón e invernal. El confinamiento impuesto había obligado a la gente a
recogerse en sus moradas. La primavera y el verano habían pasado sin pena ni
gloria.
De pronto, oyó que llamaban a la puerta con
un par de golpes secos. “¿Quién se animaría a venir a estas horas hasta las
afueras del pueblo, en un remoto rincón de la montaña asturiana?” –Adelmo
dirigió sus pasos hacia la entrada, cogió una linterna del quicio de la puerta
y miró por entre las gastadas cortinas de la ventana. No alcanzó a divisar a
nadie junto a la puerta, cosa que le sorprendió.
“Habré escuchado mal, será el viento” –dijo
en voz baja y se dirigió de nuevo hacia su sillón junto a la lumbre. No acababa
de dar dos pasos, cuando volvieron a oírse las llamadas a la puerta, si cabe
ahora con más fuerza. El anciano volvió hacia la puerta. No era un hombre
temeroso. Llevaba viviendo más de tres décadas solo en su casa, y estaba en paz
con sus pensamientos y actos.
Cuando abrió la pesada puerta, tras descorrer
el cerrojo, no le pareció ver a nadie; hasta que una voz algo aguda, le hizo
mirar hacia el suelo.
“Aquí Adelmo, más abajo” –le interpeló una
figura extraña, de no más de medio metro de altura- “Me alegro de verte. Hace
más de cinco inviernos que no sé nada de ti. Como ya no vas al bosque a por
leña…”
Adelmo se quedó pasmado sin saber responder.
Pero como era un hombre hospitalario, contestó: “Pase buen… hombre, digo yo; no
recuerdo que nos hayan presentado antes.”
Le hizo pasar a la estancia caldeada, y pudo
observar entonces que el diminuto hombrecillo llevaba una larga túnica sobre el
cuerpo y calzaba unos zapatos alargados que Adelmo no había visto en su vida.
Le invitó a sentarse en una silla junto a su butaca.
“Me llamo Hayuco Buhino, soy el duende
protector de esta parte del bosque. Y te conozco desde que eras un crío Adelmo.
De hecho, vi jugar también a tu padre y a tu abuelo. Hoy he venido a
presentarte mis respetos, en agradecimiento a una vida –la tuya- llena de muchas
experiencias pero pocas tropelías hacia los seres del bosque.”
El anciano no acaba de creer lo que estaba
contemplando. Pero como era una persona cortes, y, además, no había bebido vino
en todo el día, se dijo que aquel duende sentado junto a su lumbre debía ser
real y amistoso.
“Bueno, señor Hayuco” –le respondió con voz
serena y tono amable- “En que puedo ayudarle, o que quiere de mí.”
“Nada de eso Adelmo. Vengo a concederte un
deseo. Toda la magia de los seres invisibles del bosque me ha otorgado la
facultad de venir hoy aquí en este día del solsticio, en este año tan delicado
para los humanos, para colmar una petición tuya.”
Esto le pareció demasiado al viejo leñador.
Pero algo se movió dentro de su fornido pecho, haciéndole esbozar una sonrisa.
“Bueno si de eso se trata, llevo años
saliendo a contemplar el cielo estrellado en busca de una estrella especial,
aquella que vi en sueños cuando apenas tenía seis años, y aún vivía con mis
padres y mis hermanos. Con los años todos fueron marchando lejos. Mi deseo es
ver en el cielo esta noche aquella estrella de cola larga que hace dos mil años
guió a los magos de oriente hasta el portal del niño dios.”
“Sea así. Deseo concedido. Esta noche, cuando
el reloj vaya a dar la media noche, sal afuera y espera.” Dicho esto, el duende
se levantó de la silla, hizo una reverencia y marchó de la casa.
Al poco rato, Adelmo sintió sueño y echó una
pequeña cabezadita. Cuando, una hora después, se despertó se dijo a si mismo
que había soñado el encuentro con el duende. Cenó frugalmente, como solía hacer
cada noche: algo de queso, nueces y un caldo bien caliente. Leyó su novela
favorita y, ya pensaba en irse a dormir, cuando se acordó de lo ocurrido por la
tarde. Miró su viejo reloj de pulsera, apenas faltaban un par de minutos para
dar las doce de la noche.
Llevado por la curiosidad, se levantó, se
puso su pelliza de piel, agarró el bastón y salió fuera de la casona de piedra.
Oteó el cielo estrellado desde el porche, y se animó aventurarse delante de la
casa. Debía ser luna nueva porque estaba bien oscuro, casi negro.
“Lo
que yo decía, me lo había soñado” –se dijo, entre dientes- Cuando, de pronto,
un potente haz luminoso rasgó el horizonte y entonces Adelmo pudo contemplar la
más espectacular visión de una estrella emergiendo sobre las escarpadas
montañas de enfrente.
“¡Madre mía, que preciosidad! Esto es muy
bello.” Y al decir estas sentidas palabras, por su rostro bajaron unas lágrimas
de felicidad.
Esa noche, el anciano fue bendecido con el
mejor de los descansos nocturnos. Soñó que viajaba lejos, muy lejos,
sintiéndose en un cuerpo sin edad; y se encontró con muchos seres queridos, a
los que hacía mucho tiempo no veía.
La mañana del 23 de diciembre, el joven
cartero Elías Montes halló la casa del anciano Adelmo completamente iluminada a
plena luz del día por un halo extraño. Tras llamarle a voces, pasó dentro de la
casa; pájaros de colores revoloteaban en la misma, y vio salir corriendo un
zorro y varios conejos. Luego pasó al dormitorio, donde halló al hombre
yaciendo inerte en su lecho, las manos cruzadas sobre el pecho, esbozando una
sonrisa bellamente infantil y con la expresión de paz total en el rostro.
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