38. Rumbo nuevo (38/50)

 

    El anciano llevaba caminando varias jornadas a través del paisaje semidesértico. Las extensiones abiertas crecían hasta el infinito aquí en el norte de Australia. Pero esto a él no le importaba. No tenía prisa por llegar. Tampoco le hacían mella las incomodidades del viaje. Al caer la noche, construía un rudimentario cobijo de la nada, encendía el fuego. Comía algo, y al calor de la buena lumbre, rememoraba lo ocurrido ese día.

  Esta noche, mientras alimentaba las llamas de la pequeña hoguera, le pareció escuchar una voz salir del fuego. Dejó de entonar la canción con la que estaba ensimismado, e inmóvil se puso a contemplar las llamas danzar entre ellas. El fuego le estaba hablando. Tanto tiempo viviendo solo, le habían acostumbrado al silencio. Cuando los sonidos de la lumbre se dirigieron a él, prestó oídos atentos a su mensaje.

  Un ser pequeño, de unos dos palmos de altura, se dibujó con nitidez entre las llamas. Hizo que Dngo Touré mirara hacia el cielo estrellado. En esos instantes, la Cruz del sur aparecía justo encima, perfectamente dibujada. Esta visión tan nítida le llamó la atención. Entonces recordó como su padre le había enseñado a contemplar el cielo, tan solo con cuatro años de edad. Su sabio progenitor le dijo aquel día ahora tan lejano: “Si alguna vez estás confundido, si sientes flaquear el propósito de tu vida, mira a las estrellas en lo alto y ellas te dirán como retomar tu rumbo.”

  Al escuchar la voz de su padre, Dngo se dio cuenta de la falta de claridad en los últimos años de su existencia. La pérdida de Buka Merimé, su esposa durante cuarenta felices años, le había sumido en un estéril vacío que le fue corroyendo por dentro sin ser consciente. Él se refugió en el silencio. Rehuyó la compañía de la tribu, hasta que al final decidió marchar en peregrinaje. Pero ahora sabía que este silencio había estado lleno de ruido; el fuego se lo acababa de mostrar.

  Notó arder su pecho; la emoción, largo tiempo escondida, pedía ahora con intensidad ser reconocida y liberada. El anciano sintió aflorar la rabia, le dolían los huesos. Miró de nuevo hacia las estrellas. Rezando, pidió ayuda a los antepasados para que le acompañasen en este trance doloroso. Después, comenzaron los fuertes temblores en todo el cuerpo. Los gritos, gemidos y sollozos se mezclaron con el crepitar del fuego hasta fundirse entre ellos. No pasó mucho tiempo. El anciano se postró hacia la hoguera en gesto de entrega, y comenzó a llorar. La hoguera recibió su llanto y, haciéndose eco de la sincera expresión del viejo Touré, se apagó. Solo quedó la noche negra, cobijada por la multitud de los hermanos de las estrellas.

  Un viento súbito se arremolinó de golpe, arrastrando con violencia inusitada plantas y ramaje seco de la pradera. Formó un remolino potente, al que se oyó rugir, bramar durante solo unos segundos. Después, como había venido, desapareció. El anciano se irguió lentamente, mostrando su lloroso rostro hacia el cielo eterno. Y tras exclamar agradecido “Lo siento”, se tumbó junto a las brasas, tapándose con su manta y se quedó profundamente dormido.

  Arriba en lo alto, la Cruz del Sur veló por el descanso de Dngo durante toda la noche. Un hermano había regresado a la inocencia del corazón, como podría dejar de estar cuidado.

 


 

   

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