43. Viento, viajes y cantos

 

     El viento suena con fuerza en el exterior. Los últimos días desapacibles están recluyendo a las gentes dentro de las casas. Ahora, con las medidas de la pandemia algo suavizadas, la climatología ayuda a que el trabajo de interiorización en las personas se siga haciendo. Pero cuesta, la costumbre se ha hecho poderosa. Nos gusta salir fuera, tomarnos algo, escuchar hablar a otros, distraernos…

  Aníbal Eliseo deambula por la trastienda de su negocio de antigüedades. No sabe bien lo que anda buscando. Mientras tanto, su mente da vueltas al asunto de la edición de su libro de relatos. Dentro de unos días le llegarían las ilustraciones hechas por su amigo Tulio Escartín. Le ha enseñado ya varias. Ha cumplido con creces las expectativas que él hubiera podido tener, cuando en verano acordaron la colaboración para el libro. Son unas acuarelas sencillas y al tiempo de una técnica depurada, fina. Le van a dar mucha vida a los relatos cuando se monte el libro. Luego, su amiga Graziella empezará a maquetar la edición. Todo va fluido, en este proyecto colectivo entre amigos. No se pretende una edición grande, sino algo más familiar. Cuando el libro esté en la calle, ya se verá.

  Aníbal mueve unos viejos baúles, arrastrándolos con esfuerzo por el suelo. Delante de él, encuentra como un marco de madera, envuelto cuidadosamente con telas. Lo coge con cuidado, sacudiendo el polvo acumulado en años. Coloca el objeto sobre la mesa que usa para hacer reparaciones, y retira las telas del objeto. Cuál es su sorpresa, al descubrir un espejo circular, con piedras semipreciosas encastradas en el marco de metal. Entonces recuerda.

  Aquel viaje, hace diez años ya, a Capadocia, donde conoció a una familia de artesanos en el valle de Devrent. Estaban sacando adelante un negocio de tejidos; de hecho, eran dos hermanas gemelas criadas en Londres. Fatima y Attiye Shankar –nacidas en Kabul- habían remodelado una vivienda antigua para acondicionar su telar. Al hacerlo, encontraron objetos antiguos de gran valor. Por medio de un amigo común –Henry Mortimer, tratante de antigüedades de Londres- Aníbal se animó a realizar un viaje a Turquía. Aprovechó para volver a visitar Estambul; le apasionaba el cántico llamando a la oración en las mezquitas. Era como si el alma de la ciudad cantara.

  Tras visitar a un par de anticuarios conocidos en la gran ciudad del Bósforo, Aníbal viajó después hasta Capadocia. La hospitalidad de las hermanas le invitó a quedarse más días de lo planeado. Rodeado de la belleza de los parajes, su alma se abrió. Pasó horas aprendiendo con Attiye los misterios del telar tradicional. Y, sin darse cuenta, se enamoró perdidamente. Ella había perdido a su marido por una enfermedad hacía unos años. Cual rosa en un rosal renacido, Attiye le correspondió sin esperar nada. Fueron unos días intensos, dichosos. Adquirió media docena de objetos valiosos y, al despedirse de ambas hermanas, Attiye le regaló ese espejo.

  Rodeado por el silencio de la penumbra de su trastienda, Aníbal evocó esos momentos deliciosos. Estuvo tentado de quedarse con ella; pero su negocio empezaba a despuntar con éxito –no sólo en la ciudad condal-, sino en ciudades de Europa. Y, sobre todo, temía perder su libertad. En el fondo, él era un hombre solitario, sensible y amante de sus momentos de soledad.

  Ahora, mientras limpiaba cuidadosamente el espejo, casi acariciándolo con dulzura, el corazón le habló. Volvería a escribir; podría plasmar sus vivencias en distintos lugares del mundo, retejidas ahora desde su imaginación, y con el marco de fondo de esta pandemia transformando al mundo, lenta pero irremisiblemente. Serían relatos breves, evocando cantos de personas diseminadas por todo el planeta: unas almas valientes cantando conectadas con el corazón de la Tierra.

  Esa imagen le gustó. Había terminado de limpiar el espejo. Decidió que éste quedaría bien junto a la caja registradora. Los espejos tenían un toque mágico, parecían puertas que pudieran transportar a uno a otra dimensión. Otro tiempo, otro lugar…



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