44. Zepa, lavanda y Eureka (44/50)

 

     Concentrada en su tarea, no repara por un momento como su gata salta sin avisar para colocarse sobre el teclado del ordenador.

  “¡Mierda Zepa, qué estás haciendo! Ahora no.” La gata no entiende el tono indignado en el humano. Claro, ella no va a ocuparse en repetir el trabajo de casi tres horas que se acaba de borrar.

  Pasado el arranque inicial de rabia visceral, Graziella Uribe reconoce que estaba atascada y quizás lo ocurrido no sea del todo tan malo. A ella no le gustaba como estaba yendo la maquetación; tiene en su mente una imagen clara de cómo ha de quedar acabado el libro. Pero se ve incapaz de dar con la clave.

  Se siente congestionada. Quizás el encargo de su amigo Aníbal le ha llegado en un momento comprometido. Está cansada después de unos meses estresantes con todo lo desencadenado por el covid19. En abril le retiraron la beca, y luego a finales de mayo pasó por un episodio de ansiedad que se curó como pudo sola en casa, pues en el centro de salud no le recibían. Sólo empezó a ver la luz al final del túnel, cuando en julio se escapó unos días a Lanzarote con su amiga Ananda. Ésta quería celebrar el reciente éxito de su nuevo blog, y le invitó con gastos pagados. A  la vuelta de las islas afortunadas, Graziella recuperó el ritmo de su vida. Pudo de nuevo centrarse en su futuro.

  Luego de unos meses tranquilos, una tarde había quedado a finales de Noviembre con Aníbal en su tienda de antigüedades. Allí le compartió el proyecto de lanzar un libro de relatos, ilustrado por su amigo Tulio Escartín, un artista de fina sensibilidad. La idea era atractiva, pero ella no estaba del todo segura. Llevaba bastante tiempo sin dedicarse a las artes gráficas. Aníbal le pidió que se tomara unos días para pensarlo, antes de tomar una decisión. Antes de ayer ella le había llamado para decir que aceptaba; sin embargo, ahora se decía a sí misma si esto no habría sido una equivocación.

  “Bueno, algo sé. Me siento atascada y no puedo seguir.” Se reconoció a sí misma- “Mejor que lo aparte por ahora. Tomaré un baño, necesito relajarme y olvidarlo todo.” Se daba cuenta como este encargo podía complicar su trabajo, si ella no lograba encontrar el punto de equilibrio entre ambas experiencias. Puso el baño bien caliente, añadió lavanda y palo rosa al agua. Después encendió su programa favorito de radio–hoy había jazz de los 50- y se metió lentamente dentro de la bañera.

  A los pocos minutos, sintió como su cuerpo soltaba la tensión. No fallaba. Con los años, Graziella había encontrado en los baños por la tarde un eficaz recurso anti estrés. Cuando se daba cuenta de que estaba saturada de lo que fuera, lo mejor era darse un baño. Alguna vez se había quedado dormida en el agua. Después, salía renovada. En un año tan distinto como este 2020, había tenido que recurrir a la bañera más veces de lo habitual. Y ahora, dejando al agua llevarse sus pensamientos, aspiró por enésima vez el aroma a lavanda. Esa bendita flor descubierta por ella hacía unos años, le había devuelto la conexión directa con su esencia. Hoy también la planta obró su pequeño milagro.

  Tras el baño reparador, la mujer se preparó una cena ligera. Hoy necesitaba seguir en este estado de recogimiento; le vino bien que su hija Mireia estuviera con su padre. Tomó un caldo bien caliente, y luego lo acompañó con una tosta de atún y rúcula. Después se puso a ver una serie recién descubierta que la tenía bien atrapada. Y, en mitad del episodio, algo se enchufó dentro de su cabeza. Fue una sensación electrizante, y no pudo más que exclamar: “¡Eureka, eso es!” Sin proponérselo, Graziella había dado con la clave para la maquetación de los dichosos relatos. Sin embargo, no se movió del sofá y dijo:

 “Gracias lavanda, gracias agua. Mañana le daremos vuestro regalo al libro. Ahora acabo este episodio y me voy a dormir.”



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