48. Dolor, pasaje preciado al Ser
Corría
rápido, sus zancadas veloces y ágiles hacían que sus pies apenas apoyasen en el
suelo. Le gustaba desde niña correr campo a través. Ahora que, las
restricciones se habían suavizado durante estas navidades, aprovechó para
moverse con más libertad. Se sentía muy bien cuando salía a correr. Notaba la
fuerza de sus piernas al desplazarse sobre la tierra y el latido de su corazón,
vivo, muy vivo dentro del pecho. Además, estaba totalmente atenta a su
alrededor, esquivando obstáculos, mirando bien donde pisaba y contemplando las
vistas espectaculares de la naturaleza.
Esa
mañana fría de enero, Renata Moix se había levantado algo inquieta. Tal vez por
esos sueños revueltos en la noche pasada. Tal vez por la llamada de ayer de
Vincent, tras semanas sin saber nada de él. Decidió sacudirse las greñas de su
mente corriendo por el monte de las afueras del caserío del norte de Huesca
donde vivía. Seguro que tras una hora de ejercicio vigoroso veía todo
diferente. De paso, también mandaría lejos todas las preocupaciones, las
inquietudes que los mass media seguían sembrando a diario con la plandemia ésta tan absurda, los
rebrotes, las oleadas y tantas tonterías más. Ya podía la gente prestar
atención a cosas más importantes; pero todo apuntaba a que lo que interesaba
era mantener al pueblo asustado y acobardado.
Tras ponerse su equipación de invierno –le
había costado una pasta el año pasado- las zapatillas y hacer unos
estiramientos, salió trotando de casa, caserío arriba hacia el monte. Primero,
se lo tomó con calma. Dando tiempo a su cuerpo a entrar en calor. Hacía varios
días que no salía a correr; le convenía empezar suave. Cuando llevaba un par de
kilómetros, se sintió entonada, las extremidades respondiendo y su respiración
a gusto. Metió una marcha más, y dirigió sus pasos hacia la quebrada. Podría
disfrutar de unas vistas espectaculares del valle. Luego regresaría por la
hondanada de los abetos negros hacia el cauce del río y hasta el pueblo de
nuevo.
A
medida que avanzaba, su mente se iba relajando. Solo centrada en el esfuerzo,
disfrutando de fundirse con el entorno. Por unos instantes, Renate no pudo
evitar volver a pensar en Vincent; en la relación tan apasionada mantenida
durante esos seis meses justo hacía un año. Cuando estalló lo del virus, ella
le ofreció que se quedara en el caserío. Aprovecharían para trabajar juntos,
intimarían y se conocerían mejor. Ella se sentía muy ilusionada. Pero él se
agobió. Apoyándose en excusas poco convincentes, le dijo que debía viajar hasta
Madrid para solucionar un par de temas laborales (ella sabía que lo podría
haber zanjado por teléfono); en el fondo, Vincent necesitaba poner tierra por
medio un tiempo. Y el confinamiento le ayudó.
Tres
meses después, con la llegada del calor en Junio, su pasión se secó. A ella le
dolió al principio; le llevó a viejos abismos, a heridas no cerradas. Pasó unos
días difíciles al comienzo del verano, cuando comprendió lo insostenible del
sueño al que se había agarrado durante la primavera, cuando se estuvieron
escribiendo los dos, y ella sintió esperanza de su regreso. Pero, justo por su
cumpleaños –en mayo- él le había enviado un detalle formal y comunicado que su
empresa le hacía viajar a su delegación de Argentina. Ella primero no supo que
decir, luego le entraron unas ganas tremendas de insultarlo. Se contuvo a
tiempo, colgó el teléfono como pudo; y después, rompió a llorar, desconsolada.
Ese día
lloró y se desgarró por dentro, dejando aflorar sentimientos muy lejanos,
retenidos tanto tiempo. Al día siguiente, el sol del mediodía le encontró sobre
una cama muy deshecha, húmeda la almohada. Ella se había levantado, todo el
cuerpo dolorido. Tras desayunar casi nada, había ido en busca del agua, a una
poza secreta, peñas arriba en el monte. En ella había buscado su consuelo. La
fuerza limpiadora del agua le había purificado; luego, se había tumbado desnuda
sobre la tierra dejando que ésta le sostuviera. Pasó un rato largo; se quedó adormecida.
Cuando despertó, el sol se ponía tras la cortina de árboles. Sintió frío. Se
acarició, abrazándose con fuerza a sí misma, y se vistió. Luego fue a ver el
sol. En la despedida del día, Renate dejo partir muchas cosas de su pasado.
Cuando volvía para casa, era otra persona. Se sentía totalmente en paz.
Y ayer, él le había llamado. Ella había
estado tranquila, correcta, escuchando sus novedades. Casi al final, Vincent
insinuó la posibilidad de verse. Renate, había hecho un silencio en la línea,
para decirle a continuación: “Mira Vincent, tú elegiste en mayo irte lejos,
separarte de mí. Fue tu elección. Yo ya no estoy allí. Te deseo lo mejor.”
Descendía junto al cauce del río, que bajaba con fuerza,
tras la nevada en los picos de hacía una semana. La fuerza del torrente le
infundió fuerza, y apretó su marcha. A lo lejos divisó su casa, semioculta por
unos robles. Sin pensar en nada, algo en su interior le dijo que toda la
experiencia con Vincent le había fortalecido, después de obligarle a bucear en
ella misma, en los patrones de autorechazo y poca valía que aún iban con ella.
Agradecía a ese hombre haber podido meterse a fondo dentro de su psique herida
para sanarse; para ahora sentirse entera.
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