33. Un buen trato (33/50)

 

     Anabelle Olivier conducía con rapidez su audi Q4, apurando el trazado al máximo. No sólo porque llegaba tarde a la reunión, sino porque siempre le había gustado la conducción deportiva. De paso, evitaba pensar en la curiosidad que hacía unas horas le despertó la llamada de René. Tanto tiempo sin hablar, y de repente, su exjefe le invitaba a una reunión de negocios importante en su casa de la playa. Ella llevaba tranquila casi seis meses, disfrutando de sus principales aficiones: bucear y pintar al óleo. La liquidación de su anterior negocio inmobiliario le había dejado suficiente dinero como para tomarse un año sabático.

  Por eso, estaba algo irritada con René por la propuesta; pero sobre todo, con ella misma, por no haber sido capaz de negarse. Lo intentó pero él –sabedor de su punto más débil, la ambición- le había puesto un caramelo bien dulce delante: “Anabelle esta tarde acudirá uno de los más reconocidos tratantes de pintura de Centroamérica. Le gusta descubrir nuevos talentos y lanzarlos a la fama. Ponte elegante, es una oportunidad única para ti.”

  Ahora, mientras recorría los últimos kilómetros hasta su destino, la mujer se enjugó la fina cortina de sudor bañándole la frente por encima de sus  gafas de sol, con las que iba a todas partes. A lo lejos, alcanzó a divisar la pequeña bahía donde el hombre había erigido su paraíso particular, en plena costa de la Guayana holandesa en Matapica Beach. Se lo sabía montar muy bien. Y estaba aún mejor relacionado con las más grandes fortunas de esa parte de Sudamérica.

  Había estado anteriormente dos veces en el lugar. En la última, de la que no guardaba buen recuerdo, René y ella habían discutido, cuando Anabelle había rechazado la propuesta de una sociedad conjunta. Le empezaban a ir mal las cosas, pero ella prefirió resolverlo sola. No le gustaba asociarse y, menos aún, con una persona del estilo de René. Se habían conocido hacía unos diez años, en aquellas fiesta en Caracas, donde ella estaba de paso a visitar a su prima Raiza. Le deslumbró su elocuencia y la facilidad con la que se tomaba las decisiones en los negocios. Él le había propuesto trabajar en el sector inmobiliario de la costa. Ella, que venía de cerrar una etapa poco afortunada en Los Ángeles, aceptó. Llegaron a mantener un corto idilio sentimental, pero Anabelle lo había dejado a tiempo. Se dio cuenta que, en el fondo, René Dupont era capaz de vende hasta a su misma madre. Después, los dos encontraron el punto justo para mantener una relación cordial, de mutuo beneficio para ambos. Así habían pasado unos años. Luego a finales de 2017, ella se independizó. Le fue bastante bien hasta que, en primavera del fatídico 2020, la pandemia proveniente de China vía Europa, asoló el sector inmobiliario que dependía del turismo extranjero. En unas pocas semanas se vio abocada a vender a un gran capital o arriesgarse a perder todo su dinero, y, peor aún, su independencia lograda con tanto esfuerzo.

  Bajó del coche, fue hacia la casa, un señorial edificio de tres plantas mirando al mar. Entró al jardín por un lateral, y vio a un grupo ya reunido en la pérgola de delante. René la reconoció y salió a saludarle, presentándole a los demás y haciéndole un hueco junto a él. Después de una hora la reunión de trabajo finalizó, y se sirvió un generoso cóctel junto a la piscina. La temperatura  cálida como acostumbraba en este país invitó al baño. Poco a poco los asistentes se fueron animando, a medida que el alcohol hacía su efecto desinhibidor. René le presentó a Armand de Mignon, el tratante de arte. Luego les dejó para que conversasen tranquilamente. Por lo que pudo apreciar, René ya le había enseñado alguno de sus cuadros, que él tenía de su etapa en común cuando ella le había regalado varios lienzos, más otros que le vendió a bajo precio para sacar algunos ingresos extras al liquidar la inmobiliaria.

  Anabelle estuvo comedida al principio; le dejó hablar a él. Armand era un hombre de mundo y sabía tratar bien a las mujeres. Cuando le sugirió un baño en la piscina –cosa que ella discretamente evitó- le propuso dar un paseo por la costa; así podrían hablar con más soltura que rodeados de gente. Le pareció buena idea.

  Veinte minutos después, ambos caminaban por la orilla de la playa. Él le contaba sobre sus inicios como tratante de arte, allá en Francia; incluso le confesó que también había pintado algo, afición abandonada más tarde debido a los viajes y la falta de tiempo. La mujer le escuchaba con atención, a la espera de que su acompañante sacara el tema importante del encuentro.

  “Mire Señorita Olivier” –Le dijo con un tono más formal- “Se por René de su talento para la pintura. Me gustaría hacerle una oferta: Véngase a trabajar una temporada conmigo, podrá pintar al tiempo que trabaja a media jornada como mi secretaria de exposiciones. Visitaríamos Centroamérica, México y California. Tendrá vivienda propia y una dieta de 3.000 dólares al mes. ¿Qué me contesta?”

  Anabelle dejó unos segundos para posar la propuesta tan tentadora del tratante. Al cabo de un momento le respondió:

“Agradezco su propuesta tan generosa Monsieur Armand, hace un año la hubiera aceptado sin pensar. Pero, después de lo ocurrido con la pandemia, el cierre de la empresa y otros desafortunados incidentes personales, no siento en absoluto ganas para embarcarme en una vida así.”

“Entiendo…” –Empezó a responder el hombre, cuando ella le cortó.

“A cambio, le invito a que pase un fin de semana en mi casa. Me ha parecido un hombre encantador, muy atractivo. Le enseñaré mis cuadros íntimos, y tal vez algo más.”

  El tono sensual en la voz de la mujer le pilló por sorpresa, y el tratante se vio acorralado por la que hace unos instantes hubiera parecido una presa fácil para sus planes de negocio.

 “Qué me dices Armand?”

 


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