10. Despertar en Estambul (10/50)
La llamada a la
oración de las mezquitas del centro de Estambul volvió a resonar en todo su
cuerpo. Aunque llevaba casi cinco meses viviendo en la ciudad, no dejaba de
sorprenderle y de causarle una sensación profunda, que impactaba muy dentro de
él.
Esta mañana había tenido que acudir al centro
histórico para recoger unos documentos. Desde el buffet de abogados donde él
estaba realizando sus prácticas de becario, le habían insistido en que eran muy
importantes. Le habían recomendado encarecidamente que fuera y volviera en
taxi. El viaje de ida había transcurrido con normalidad; luego le habían hecho
esperar más de media hora en un edificio de oficinas cercano a Hagya Sofía. Le
invitaron a quedarse en el vestíbulo, pero él había preferido entrar en el museo
nacional, aprovechando que apenas había turistas esperando a entrar.
Apenas cinco minutos después, deambulaba meditativo por los pasillos en penumbra de la milenaria construcción. Para muchos ciudadanos de Estambul, Hagya Sofía era su corazón. La mezquita reconvertida en museo, había sobrevivido a imperios y a guerras, para seguir ofreciendo su belleza a la humanidad. Efrén Santiago disfrutaba de conocer los monumentos antiguos de la ciudad. Anteriormente había visitado el museo media docena de veces. Sin embargo, mientras miraba su reloj de vez en cuando para no retrasarse en la recepción de los documentos, esta vez sintió algo diferente.
Se hallaba en un rincón apartado de los lugares por
donde solían estar los visitantes. Entonces se fijó en un ventanal vidriado
situado a unos seis metros de altura; un par de rayos de sol lo atravesaban
iluminando con nitidez apenas medio metro cuadrado del suelo. Tras mirarlo con
más atención, a Efrén le pareció que, por unos instantes, se dibujaba sobre el
suelo una figura geométrica.
“¡Es increíble!”- exclamó sin salir de su
asombro- “estoy viendo una estrella de seis puntas casi perfecta. ¿Cómo ha
podido suceder?”
Sin pensarlo, su cuerpo se movió por propia
iniciativa hasta colocarse justo en el centro de la estrella dibujado por la
luz solar. Llevado por un sentimiento nacido desde su interior, Efrén se puso a
respirar rítmicamente. A los pocos segundos, empezó a canturrear algo parecido
a una melodía, totalmente desconocida para él:
“Abundevasma aaaaya/ nekta dasis maaaaaaa.
Titemal ku taamene/ sevi a aaaaan na.”
Transcurrido unos minutos, se quedó callado.
Su corazón palpitaba fuerte pero muy despacio. Nunca había oído su latido de
manera tan potente. Por un momento se asustó. Pero enseguida, una voz interior
le habló:
“Todo está bien Efrén. Estate tranquilo.
Regresa a la oficina, es la hora. Ve en paz. Dios está contigo.”
Aunque muy sorprendido, Efrén se sintió
rodeado por una gran paz, como nunca antes había sentido. Obedeció a la voz,
dirigiéndose hacia la salida del edificio y entrando en las oficinas. Recogió
los importantes documentos que le fueron entregados en un portafolio bien
sellado, y salió a la calle para esperar al taxi que acababa de llamar por
teléfono.
Mientras aguardaba al vehículo, esperó
tranquilo. Contempló todo a su alrededor, personas, paisaje y edificios de
manera diferente. Sentía como si los estuviera mirando por vez primera, aunque
sabía que no era así. Luego, llegó el taxi, se montó en él y tras quince
minutos estaba de vuelta en su trabajo. Le agradecieron el servicio y le
dijeron que hoy ya podía irse a casa hasta mañana.
Efrén miró su reloj, marcaba las 13:30h. Aún
restaban más de dos horas hasta su hora habitual de dejar el buffet. Por unos
momentos, pensó acercarse al gran Bazar, ya que hacía semanas que no había
vuelto. Le gustaba perderse entre sus estrechos pasajes y pararse delante de
las tiendas tan coloridas y llenas de objetos variados. Sin embargo, algo le
dijo que no. Salió a la calle y, sin pensarlo, encaminó sus pasos hacia la
mezquita de Solimán el Magnífico. No la había visitado aún en todo el tiempo
que llevaba en Estambul, aunque había querido ir en varias ocasiones. Pero
siempre le surgía un impedimento.
Cuarto de hora había transcurrido; Efrén se
hallaba dentro de la mezquita en el área principal, sobrecogido por la
monumentalidad de la construcción. De pronto, un grupo de turistas pasó a su
lado. Pudo oír como el guía de acento extranjero hablaba en castellano en esos
momentos. Se giró a contemplar el grupo y le pareció ver que una joven le
estaba mirando. El grupo siguió el recorrido por la mezquita; sin embargo, esa
joven esbelta de larga melena negra permaneció en el sitio sin dejar de mirarle.
Luego, le hizo una seña de que le siguiera. Efrén, lleno de curiosidad, anduvo
tras ella.
En un recodo, junto a un patio en un extremo
de la mezquita, la mujer le esperaba sentada en un banco de piedra. Al
acercarse él, ella le saludó:
“Hola Efrén, cuanto me alegro de que hayas
acudido. Te estaba llamando.” Pudo ver la expresión de sorpresa en el rostro
del joven al ser hablado de esa manera, como si ya se conociesen hacía tiempo.
“No te preocupes, es normal tu sorpresa. Ven salgamos a los jardines que rodean
la mezquita y te contaré. Ah, mi nombre es Adelaida. Adelaida Guzmán para
servirte.”
Efrén estaba intrigado, pero la joven le
inspiraba confianza, con su desenvuelta actitud y serenidad. Afuera, mientras
paseaban por los bellos jardines, Adelaida le contó muchas cosas. Que él había
viajado hasta Estambul, desde Francia para que ambos pudiesen encontrase en
estos momentos. Incluso le pudo explicar que la melodía que esta mañana había
canturreado Efrén dentro de Hagya Sofía era el inicio de la oración del Padrenuestro en arameo.
Él se consideraba una persona de mente bien
abierta, pero hubo de reconocer que el encuentro ‘fortuito’ le abrumó. No
obstante, según Adelaida le iba compartiendo todo, sintió como regresaba la paz
que había experimentado esta mañana en Santa Sofía. Comieron juntos y al atardecer
de ese 6 de enero de 2020, ella le invitó a conocer a un grupo de personas. Se
desplazaron hasta la zona moderna de Estambul, cerca de la torre Gálata, y en
una casa les estaban esperando media docena de personas, de diferentes edades y
nacionalidades. Tras los saludos de cortesía, una mujer madura -de rasgos
sudamericanos, llamada Inés- tomó la palabra:
“Bienvenido al grupo Efrén, estás en casa.”
–Pronunció estas palabras en perfecto castellano con amabilidad, no exentas de
una fuerza intensa- “Déjame que te explique algo que Adelaida no te ha contado:
Se acercan tiempos difíciles, el alejamiento de la humanidad de su corazón, la
huida desenfrenada hace tiempo de la sociedad a un consumismo exagerado y sin
sentido, está a punto de provocar una situación mundial de colapso. Sabemos
desde hace no mucho, que un virus de laboratorio va a difundirse desde China a
todo el mundo, creando caos, desesperanza y sobre todo, miedo. Pero lo peor es,
que la pandemia que está a punto de suceder, será una gran tapadera para evitar
que numerosos grupos de personas puedan despertar en todo el planeta. Efrén,
has de saber que ahora es el tiempo de que las personas despierten. Y tú esta
mañana has empezado a despertar; por eso estás ahora aquí.”
Inés calló para que Efrén pudiera sentir el
efecto de estas palabras. Después, en un gesto sencillo, le abrazó
fraternalmente. Siguieron conversando varias horas, compartieron la cena. Al
terminar, Adelaida le acompañó hasta el autobús. Efrén le agradeció haber sido
tan buen enlace:
“Gracias Adelaida, me he sentido como en casa. Ahora sé
que mi sitio está cerca de mi gente en España con todo lo que se avecina. En
cuanto saque el billete de avión, regreso a Madrid. Allí cogeré un autocar que
me lleve hasta Trujillo. Necesito estar unos días con mi familia y pasear por
los montes donde me he criado. Después, quién sabe. La vida me irá guiando.”
Los dos se fundieron en un silencioso abrazo,
y se despidieron deseándose mucho ánimo
y suerte. La iban a necesitar. Venían tiempos de tribulación. Sólo la vida
sabía.
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