7. De paseo con la ternura (7/50)
Su cabeza estaba a
punto de estallar. Anoche debió beber demasiado. No estaba acostumbrada,
llevaba meses sin salir por el dichoso confinamiento, recluida en la masía de
los abuelos en el Alto Ampurdán. Por eso, cuando su amiga Sandra le había
llamado, invitándole a una fiesta en casa de unos amigos de siempre, ella le
había contestado que sí sin dudarlo.
Se había quedado a dormir en el ático que su
amiga tenía en Barcelona, en plena Diagonal. Sandra tenía que trabajar, así que
Ananda pudo quedarse hasta tarde en la cama, hasta que la resaca martilleándole
la cabeza le obligó a levantarse y darse una ducha fresca. Mientras se secaba,
se miró frente al espejo. Su figura esbelta y torneada, su larga melena negra y
su fina piel morena, le daban un aire atractivo, aunque ya no era una
jovencita. En los pliegues de la cara habían empezado a aparecer las primeras
arrugas, indicándole que se acercaba a la cuesta bajo de su vida.
Luego, desayunó ligeramente, no le entraba
más en su estómago irritado por la juerga de ayer. Decidió que saldría a
estirar las piernas. Hacía más de un año que no paseaba por Barna. Pensó en bajar
andando hasta las ramblas, le apetecía perderse entre la gente. Al mirar por la
gran ventana de la sala, vio que estaba abriéndose la niebla con la que había
amanecido la ciudad, en una fría pero soleada mañana de enero. Se embutió sus
botas de cuero y se puso su abrigo sobre un jersey fino, colocándose frente al
espejo su gorra roja de kashmeer, regalo de su último amante, Braulio, cuando
habían estado en India en 2018.
“Ananda, necesitas que el fresco de la
mañana te despeje un poco”, se dijo coqueta mirándose al espejo. “Vamos a ver que
tiene Barcelona para nosotras” y salió del piso con decisión.
Cuarenta minutos después cotilleaba entre los
pocos puestos de artesanía que había por las ramblas. Recordó, como de
adolescente, le encantaba los domingos por la mañana, perderse entre los
numerosos puestos de libros viejos. Le hacían soñar y le invitaban a hacer
volar su fantasía lejos, muy lejos.
Enfrascada estaba en esas cuando, de repente a
unos cincuenta metros, estalló una algarabía. Varios emigrantes magrebiés se
enzarzaron a gritos con una pareja de guiris del norte de Europa, al parecer
por unas fotos que éstos les habían hecho. Tras meses de restricciones y
recortes de derechos, los ánimos andaban más que crispados. A este paso, en
poco tiempo la gente acabaría agrediéndose por las calles por una mala mirada.
La revuelta fue a más; ella, como otras personas,
se acercó hasta la escena. En esos momentos llegaba una patrulla de mossos de
scuadra, se pudo oír acercarse la sirena por el paseo. Ananda reparó en la
expresión desvalida, casi de pánico de la mujer rubia. Su cámara yacía rota
sobre el suelo, y ella había recibido un fuerte empujón. Su acompañante era
sujetado por varias personas que habían intervenido para evitar males mayores.
Sin pensarlo, se movió con sigilo y llegando
hasta la mujer la tomó suavemente de un brazo. En un inglés básico le susurró que la acompañara.
Le acercó junto a un banco a unos metros, e instintivamente le abrazó junto a
su cuerpo. La mujer le dijo un ‘Thank you’ apenas audible, y Ananda notó como
se relajaba, calmándose. Cerca de allí,
la policía retomó el orden y despejó el paseo. Tras preguntar por lo sucedido a
varios testigos, e interrogar brevemente al turista, lo dejaron marchar. Este
se acercó hasta el banco donde su mujer se recuperaba en compañía de Ananda.
“Muchas gracias señorita” –le contestó en un
correcto castellano con marcado acento extranjero- “Por unos momentos creí que
esos africanos nos iban a hacer daño. Me he puesto muy nervioso.”
“No hay de que” contestó Ananda restando
importancia. “Cualquiera lo hubiera hecho en su lugar.”
“Creo que no…”- alcanzó a hablar Helen, que
así se llamaba la mujer extranjera- “Le puedo asegurar que en mi vida he
presenciado escenas de violencia parecida. Lo habitual es que la gente se
mantenga al margen. Incluso en Oslo, donde vivimos, hemos llegado a contemplar
situaciones de violencia y desamparo a plena luz del día. ¿Cómo te llamas
joven?”
Agradeciendo el cumplido, contestó: “Me
llamo Ananda Llach”.
“Como Lluis Llach el famoso cantante. ¿Sois
familia?” –intervino Eric.
“Bueno ya…” dijo Ananda con una sonrisa- “Me
suele pasar a veces. No, no somos familia, de hecho nunca he coincidido con él.
Y yo no canto ni en la ducha.”
Su último comentario hizo soltar una
espontánea carcajada a los noruegos, lo cual acabó dar una nota familiar al
fortuito encuentro. Le invitaron a almorzar, y Ananda se dejó querer. Hacía un
buen rato que se había olvidado por completo de su resaca.
Y lo mejor de todo, los tres se habían
olvidado de las mascarillas, perdidas en algún lugar de las Ramblas. Sonreían
cálidamente.
“Conozco un lugar donde se come bien. Se
llama La nube blanca” –les dijo
Ananda- “Bueno, al menos se comía bien hacía tres años. Ahora, quién sabe. Esto
parece el mundo al revés”.
“No importa” -le contestó Helen con voz
alegre- “Ya sólo el nombre inspira ternura. Vayamos, escucho rugir a mis
tripas.”
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