24. Manzana lista para caer (24/50)

 

     Sencillamente lo ignoraba. Desconocía cualquier indicio en su arrugada mente que pudiera explicar lo sucedido.  Ella paseaba en silencio por la Gran Vía, camino Plaza de España donde había quedado a tomar algo. Bajó un poco la mascarilla con ese gesto fácil y consciente a la vez, respirando profundamente por la nariz. En domingo, se notaba la menor afluencia de tráfico a causa del nuevo, ya enésimo, estado de confinamiento en Madrid.

  Miró su reloj, llegaba diez minutos tarde. Justo al salir de casa, su hija Beni –la menor, de siete añitos- se le había colgado a los brazos: ¡Mami, mami, no te vayas! –Con cierto tono de angustia en la voz.

  Habían permanecido juntas unos minutos, abrazadas, en silencio, sintiéndose la una a la otra. En una tierna cercanía que, en estos últimos tiempos, sólo parecía autorizarse, y a escondidas dentro de los hogares. Afuera, cualquier manifestación de cercanía, de afecto, levantaba sospechas; agazapado en su escondrijo creado por los mass media, el virus peligroso –enemigo público número 1- acechaba detrás de cualquiera que quisiera expresar contacto con el otro. Casi lo habían logrado: materializar la separación, la ruptura hostil entre las gentes.

   El taxi le había dejado en Callao. Prefirió andar la última parte del trayecto, para poder estirar las piernas y sentir su cuerpo vivo en medio de los edificios, de las gentes. Había avisado de su retraso. Jaime le contestó que no se preocupara. Con un gesto tan suyo, Eleonor San Juan se soltó el pelo, sacudiendo su larga melena morena, como si quisiera soltar otras cosas al tiempo.

  Se sentía aprisionada. Con la pandemia instalándose con visos de eternidad en la vida de los ciudadanos, 2021 sacaba ahora a la luz todo el stress tragado durante el año anterior. Y su familia no era una excepción. La relación con Rodolfo, su esposo, no iba bien. El equilibrio alcanzado en veinte años de tranquilo matrimonio, se estaba yendo al traste rápidamente. La marcha de Esteban, el mayor, a trabajar con una larga beca a Chile el pasado verano, había detonado una crisis. Eleonor sabía que el desamor era antiguo, venía de muy atrás; sólo que hasta hacía bien poco no se permitió reconocer este hecho. Lo sentía en sus tripas, tenía que tomar una decisión, pero le daba miedo dar el paso.

  Volvió al presente. Enfrente, a pocos metros, reconoció la terraza donde había quedado. Su amigo Jaime le esperaba leyendo el ‘Marca’ como de costumbre. No dejaba de sorprenderle su pasión futbolera, siendo él una persona tan implicada en el Crecimiento personal, experimentando a cada momento técnicas para elevar la consciencia. Él le vio llegar, se levantó y le acogió abrazándole. A ella le supo a gloria, no tenía ni idea cuanto lo necesitaba.

  “Hola Eleonor, ¿cómo va todo?” le dijo él.

  “Estoy tirando para adelante todo lo que puedo. Pero cuesta, me siento abrumada.” –respondió ella.

  “No fuerces Nor (Jaime era el único que a veces le llamaba así, como si fueran colegas adolescentes), cuando sea el momento de hacer un cambio, lo vas a sentir. Da tiempo a que la fruta esté bien madura para caer del árbol sin tensión alguna. En la vida hay que permitir a los procesos completarse; no nos han educado para aceptar la muerte en una experiencia, es algo que hay que vivir, e incluye toda la incomodidad por la que estás atravesando.”

  Su amigo estaba en lo cierto. Sólo que una parte de ella aún se rebelaba.

  “Bueno bebamos algo. Necesito refrescar mi garganta.” –Exclamó ella tratando de animarse.- “Una buena bebida que me ayude a tragar este cáliz, por decir algo”.

  “Muy bien, tú lo has querido” contestó retador Jaime. “Vas a probar el mejor vermouth artesano de todo Madrid. Eso sí, te aseguro que cuando llegues a casa tan contenta, Rodolfo ni te va a reconocer. ¿Te ape?”

  Ella le miró bonito, y le regaló su bella, casi olvidada sonrisa.




 

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