21. El telar de la vida (21/50)

 

     Encendió una varilla de incienso de palosanto; a los pocos segundos la dulce fragancia se extendía amorosa por la habitación, abrazando el espacio. Sentada sobre su cojín de meditación, la mujer de cabellos pelirrojos respiraba conscientemente.

  “Al inspirar, el aire entra despacio por la nariz” –Se la escuchó murmurar, apenas un susurro envuelto por el silencio- “Al espirar, el aire sale por la nariz”.

  Continuó así, sin hacer nada. Sentada, respirando, viva. Los rayos de sol del atardecer penetraban a través de la ventana orientada al oeste. Sus visillos de color blanco inmaculado, se agitaban casi imperceptiblemente, movidos por una corriente invisible. Los minutos pasaron, y nada parecía suceder. Sin embargo, la vida en su plenitud estaba ahí.

  Después, cuando la penumbra empezó a inundar la habitación, ella se levantó, guardó su cojín y fue hacia la entrada de la vivienda. Hoy no había nadie más. Su hermana gemela, Atiye Shankar, había partido esta mañana de viaje, a adquirir nuevo género textil para el taller que ambas regentaban desde hacía quince años en este pueblo de la Capadocia. Bebió un vaso de agua, sintiendo como la bebida refrescaba todo su cuerpo al pasar por su garganta. Después, se calzó sus botas de montaña, se abrigó con el poncho de cáñamo –regalo de un buen cliente peruano, Valdemar Irigoyen- y salió a caminar por las afueras del pueblo.

  Apenas se veían personas. En enero la temperatura descendía notablemente. Debía haber dos o tres grados bajo cero, pero a Fátima no le importó; le gustaba sentir el aire frío llegar hasta su piel. Se sentía viva, y su mente se despejaba por completo. Es cierto que todos estos meses atrás del atípico 2020, con el virus y la falsa pandemia generada por las autoridades, había acostumbrado a las gentes en todo el planeta a resguardarse en sus casas. El mensaje de ‘De casa al trabajo, y vuelta a casa, comprando lo indispensable para vivir’ había calado en las mentes de millones de almas. A pesar de todo el oscuro panorama, ella tenía esperanza. Confiaba que, pronto, muchas personas despertasen. Y entonces su Corazón les contaría la verdad de lo ocurrido.

  Sin apenas darse cuenta, se encaminó hacia la colina de Faruk Ben Asan, desde cuya cima se contemplaba el verde valle de Devrent. Las primeras estrellas desplegaban ahora su tenue fulgor que, en pocas horas, se convertiría en un manto de lejanos seres  hermanos protegiendo sus cabecitas humanas. Ya arriba en la colina, contempló la inmensidad del cielo. Cerró los ojos por unos instantes, sintiendo inmensa gratitud ante la belleza inconmensurable del entorno donde vivía.

  Sin quererlo, sus pensamientos le hicieron recordar el vuelo de su vida. Nacidas en Kabul, tuvieron la suerte de que justo antes de las revoluciones islámicas, sus padres emigraran a Londres. Allí, ella y su hermana gemela Attiye crecieron recibiendo una esmerada educación anglosajona. Estudiaron juntas Bellas Artes, y juntas también se enamoraron casi al mismo tiempo, apenas cumplidos los 18. Dos años después, fueron madres primerizas, y la crianza de los bebés les unió aún más, sellando un destino que les acompañaba aún en el presente. En junio próximo renacerían en sus 60 primaveras, y habían estado ahorrando durante los últimos años para poder viajar hasta Nueva York a visitar a sus hijos, Abel y Josuá que, cosas de la vida, también emparejaron su vida creando una sociedad mercantil entre los dos.

  Fátima se sonrió para sus adentros, apoyando con suavidad sus manos en su vientre, el mismo que había dado a luz hacía ya cuarenta años a Josuá en la lejana, neblinosa city londinense. Se sentía orgullosa de su hijo, el cual con tan solo 16 años decidió emprender un viaje por Sudamérica; luego se pasó más de un año deambulando por todo el continente hasta llegar a Canadá. Llevaba dos meses trabajando de ayudante forestal, cuando había recibido la propuesta de su primo Abel para encontrarse en Nueva York.

  Desde la silenciosa colina, recordó las tribulaciones de ambos muchachos en la gran metrópoli. Pero supieron salir adelante. Y después, con la mayoría de edad de los jóvenes, llegó la ruptura de su propio matrimonio, debilitado por un progresivo alejamiento de su esposo. Ese mismo año, en circunstancias bien distintas, fallecía Josepf, su cuñado. Y la vida quiso que ella y su hermana Atiye volvieran a enlazarse. Fue entonces cuando comenzaron a madurar la idea de dejar Reino Unido, y montar un taller de tejedoras.

  Sólo el Misterio sabe por qué acabaron aquí, en el centro de Capadocia. Quince años después, la conexión que Fátima sentía con este trozo de tierra era tan poderosa como si hubiera nacido en ella. De alguna manera, su corazón le contaba que habían de estar en este punto del planeta en estos tiempos tan inciertos. Quién sabe si pronto se desvelaría la finalidad de este destino. Por el momento, ella disfrutaba cada nueva jornada rodeada de estos agrestes parajes, femeninos, redondeados, que le nutrían y le mecían cual madre amorosa.

  Y sí, reconoció, apreciaba mucho su oficio de tejedora. Los años de práctica, creando prendas útiles y bellas, le había ido enseñando que vivir era eso, un tejerse mutuamente unos con otros. Donde el individuo desplegaba su guión de vida, previamente cosido puntada a puntada en el Vientre cósmico de la Madre divina, y luego se entrelazaba con otros caminantes, viajando cada uno en el telar de su trama sagrada.

  Llegaba ya al pueblo, apenas con unas pocas casas iluminadas, cuando al levantar la vista hacia el cielo, pudo contemplar el intenso brillo de Sirio. Se acordó de las ancianas nativo americanas que contaban como de allá había venido hacía muchísimo tiempo la Araña, tejedora del Sueño que llamamos vida. Sonrió.




 

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