1. En estado de alarma (Relatos en un mundo confinado Vol-II 1/50)

 

En estado de alarma

 

  -‘¿Hubiéramos imaginado tan solo hace un año, que esto podía suceder?’- Flaco González pronunció en alto estas palabras y lanzó una bocanada profunda hacia el aire fresco de la calle. Se hacía de noche, y a primeros de noviembre, las calles de Vitoria estaban desiertas. Aunque aún restaban varias horas para empezar el toque de queda, las gentes se refugiaban en sus casas, cual madrigueras en las que ponerse a salvo del omnipotente virus. Porque, nos habían asegurado los medios, que con la vuelta del frío, el covid19 se recrudecería; y, al parecer, pocas personas ponían en tela de juicio que esto no fuera cierto.

  Nadie quería verse expuesto a la exclusión social, ser señalado con el dedo de Caín como negacionista o terraplanista. El miedo planeaba a sus anchas, como verdadero amo y señor de las calles. Especialmente de noche, cuando la oscuridad levantaba la barrera para que los miedos del inconsciente colectivo camparan a sus anchas. Éstos se habían apoderado del pensar de la gran mayoría, arrebatando el poco sentido común que aún le quedaba a la sociedad consumista y tan floja en valores humanos.

  Flaco González decidió atravesar caminando el centro de la capital alavesa. Necesitaba refrescar su mente, y de paso, calmar la ansiedad aleteando en su pecho, provocada por los acontecimientos de los últimos días. No tenía prisa alguna por volver a casa. Nadie le esperaba ya allí. Aún no daba crédito a lo ocurrido.

  Sucedió antes de ayer. Como cada jueves, Flaco regresaba tarde del trabajo, cansado por las exigencias de un jefe cada vez más tiránico. Don Fulgencio Redondo se empeñaba en seguir ofreciendo un exquisito servicio de catering para las clases altas. Se negaba a reconocer la evidencia que, desde hacía varios meses, la demanda de estos servicios había descendido en picado, cual Titanic a punto de hundirse, atraído imperiosamente por la fuerza del océano. Para colmo, los enrevesados protocolos sanitarios impuestos desde la administración, complicaban el día a día de los empleados. A Flaco en Septiembre, le dieron ganas de mandar todo a tomar por culo. Se aguantó las ganas sólo porque en casa la felicidad conyugal ofrecía un oasis de descanso y cariño.

    ‘¡Esa nota, esa endiablada nota! – se le oyó exclamar en alto, mientras su silueta alta atravesaba a paso ligero el casco antiguo de la ciudad. Todavía recordaba el instante de llegar a casa. Jacinta no respondió a su habitual saludo desde la puerta tras abrir con la llave: ‘Amorcito, ya llegué. ¿Qué tal tu día?’ Luego, se sorprendió de ver la casa sin luz alguna prendida. Pero lo que más le descolocó a Flaco, fue el olor de la vivienda. No olía a comida, algo que no ocurría hace mucho tiempo.

  Entonces, tras colgar su chaquetón en la percha junto al escritorio de la sala, sintió palpitar su corazón. Se alarmó. Las tripas le dieron un vuelco, y, encaminándose deprisa hasta el dormitorio, llegó hasta su puerta entreabierta, donde se quedó durante unos instantes –que le parecieron eternos- agarrado, casi abrazado, al marco. Desde allí vio la nota, sobre la cama deshecha, donde Flaco aún pudo distinguir sobre las sábanas la huella del inconfundible cuerpo de su mujer.

  Tomó la nota, cuyo papel emanaba ese aroma tan especial a acacia y rosa; al olerla la olió a ella y cuando la leyó, en un segundo todo el sentido de su vida se esfumó:

‘Flaco me marcho, amo a otro hombre. Que te vaya lindo’

  Cada palabra se le clavó en el pecho como daga afilada, y sintió escaparse la vida por toda su piel. La linda voz de Jacinta, su inconfundible acento porteño, del Buenos Aires querido donde ambos se conocieron siendo tan jóvenes, retumbó ahora en cada sílaba de la escueta nota, haciendo añicos la persona que él había sido unos instantes antes.

  Durante unos minutos no reaccionó. Pegada la nota a su pecho, Flaco se quedó paralizado, sentado sobre la cama, cual estatua labrada en mármol de un panteón fúnebre. Después, transcurrido un tiempo fuera del tiempo, se levantó y dirigiéndose hacia la sala de estar, abrió la vitrina donde guardaba los licores. Se sirvió un ron bien cargado, y a continuación como un autómata encendió el televisor. Durante unos minutos, zappeó cual náufrago a la deriva del Pacífico en plena marejada.

  Apuró de un par de tragos su vaso, y se sirvió otro. Hoy no se veía capaz de encontrar la senda hacia un sueño tranquilo. En esas estaba, cuando de repente su móvil recibió un mensaje. Se giró indolente para leerlo, era de su jefe. Lo abrió: ‘Flaco no vuelvas mañana al trabajo. Los últimos clientes han cancelado los pedidos. He decidido cerrar, no aguanto más. Lo siento.’

   Se bebió de otro trago el segundo ron, y tras ponerse un tercero, se levantó hasta el mueble de música; hurgó entre los vinilos, reliquia de otra época, y puso uno. Unos segundos después, se escuchaba la voz de Gardel entonando “¡Mi Buenos Aires querido…cuando yo te vuelva a ver!”

  Flaco se repantingó en su sofá de cuero, mascullando entrecortadamente. “Ya lo decía mi santa madre.. A perro flaco todo son pulgas. Viste!”

 



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