13. Lágrimas de Luna (13/50)

 

     Juliette Duperier regentaba una de las más bonitas tiendas de ropa infantil de Varsovia. Hacía casi veinticinco años la heredó de su suegra, Anieska Levandoski -fallecida hacía seis meses por el covid- a quien Julieta estaba muy unida. La tomó como una hija, aún antes de que Pavel y ella se emparejasen. Y ella, que había crecido junto a una madre fría y distante, siempre se lo agradeció. A su lado, aprendió el oficio de la confección y sobre todo, el arte de tratar al público. Al atardecer, sentadas juntas cerca de la estufa en el fondo de la fría tienda, esperaban la entrada de algún cliente. Cómo disfrutaba oírle narrar esas historias, pasadas generación tras generación por las matronas de la familia Lewandoski.

  Ahora que el encierro por la pandemia ofrecía tanto tiempo para pensar en medio de la reclusión impuesta, Juliette recordaba tantos bellos momentos compartidos junto a la anciana polaca. Esta mañana gris de primeros de enero había decidido inventariar. Necesitaba imprimir un giro a las ventas, y precisaba saber el género que pondría a la venta los días siguientes en la liquidación tradicional, pasadas las fiestas navideñas. Aunque el local estaba pagado hacía años, los gastos eran muchos, y tal vez se plantease reducir el espacio abierto al público y luego redecorarlo. Al menos, entre tanta incertidumbre ahí afuera, ella tendría su mente ocupada durante unas semanas, y ello le ayudaría a cultivar la serenidad de ánimo. No eran tiempos fáciles. En absoluto.

  Trató de concentrarse en su tarea. Pero la mente se le iba invariablemente a la escena de la fuerte discusión que habían mantenido anoche su esposo y ella. Todo había empezado por una nadería; sin embargo, la conversación fue subiendo de tono. Azuzados por el estrés acumulado encima los últimos tiempos, los dos se echaron en cara cosas feas. Lo peor de todo, fue que al final ella le recordó la infidelidad cometida por Pavel hacía cinco años, y esto le hirió tremendamente. Su marido primero había enmudecido de golpe. Luego, tras mirar a Juliette con ese aire glacial detrás de sus hermosos ojos azules -ella sintió una afilada daga clavándose en su pecho-, había abandonado el hogar familiar. Y no había regresado en toda la noche. Ella se quedó preocupada.

  Por la mañana, un amigo común le puso un wasup: “Pavel está bien, apareció de madrugada por casa a las 5:00 am, muy borracho, pero ha dormido bien. Esta mañana hemos hablado en el desayuno. Dale tiempo Juliette, ya sabes cómo son sus prontos. Con cariño, Thomas.”

  Al menos se encontraba junto a alguien de confianza. Pavel había dejado de trabajar hacía dos meses, cuando la empresa de arquitectura del centro de la capital decidió prescindir de sus servicios de delineante, al tener que recortar gastos por la crisis. No lo llevó bien. Se sentía encerrado en casa, cual gato salvaje aprisionado. Tras la calma chica de los primeros días, vinieron las discusiones. Para colmo, estaba demasiado reciente la pérdida de su madre. Y ella sabía que Pavel echaba mucho de menos a Anieska.

 Ahora, sumergida entre cajas del almacén, se sentía arrepentida de las palabras aceradas que ella le había lanzado. Pudo reconocer también sentimientos propios acumulados a presión, necesidades no atendidas, en especial el duelo sin elaborar de Anieska. Creía haber perdonado a su esposo por la pasada infidelidad, pero no era así. Continuó trabajando –el lunes no abría al público, y al menos podría estar sola-, y se dio de bruces con unos diseños de ropa para bebé hechos por ella misma. Se había inspirado en fotos de su propia infancia.

  De golpe, como un torrente recién deshelado, le vino a la memoria la relación tormentosa de sus padres. Al nacer ella, su padre se desubicó tanto en el matrimonio que le llevó a una doble relación durante varios años. Aunque venía con regularidad a casa, -su madre se lo permitió para que ella pudiese estar cerca del padre-, Juliette se dio cuenta como esa historia oculta le había dañado profundamente. El cariño de Antoine hacia la niña, había llevado a su madre a una situación muy incómoda, lo que desde bebé Juliette había recibido como frialdad con ella. Ahora lo veía claro. Inconscientemente, había volcado la culpa de un hogar quebrado en su madre.

  Por eso, muy joven había marchado a estudiar –y enseguida trabajar- en diferentes países de Europa: Italia, Suiza, Alemania y, por último Polonia, donde conoció a Pavel. Se le daban bien los idiomas. Trabajó de camarera, de ou-pair, para acabar estudiando diseño textil en Berlín. Mientras hacía su inventario, se percató de cómo había estado huyendo todos estos años de un doloroso pasado. Éste volvía a reclamar ser atendido, y lo hacía en medio de esta situación social complicada, generada por el coronavirus.

  Entonces lo encontró. Dentro de una caja negra alargada, estrecha. Envuelto en un fino papel de color rosa, ahí estaba: su trajecito de cuando había cumplido un año. Su madre lo había guardado con mucho cuidado, sin decirle nada. Antes de fallecer, se lo había hecho llegar por correo, justo cuando Juliette cumplió 33 años.

  Llevada por una marea de emociones, lo estrechó entre sus manos, acercándolo a su cara para olerlo. Le pareció reconocer el perfume a jazmín que tanto usaba Marie, su madre. No lo pudo evitar, comenzó a llorar. Primero, fueron apenas unos sollozos. Tras unos minutos, su pecho se abrió y lloró desconsoladamente. Le vino la enfermedad y muerte de su madre, la ausencia de su padre tantos años y también la marcha reciente de Anieska que, sin duda, había reabierto viejas heridas, sin curar.

  Su cuerpo deshaciéndose sobre las cajas, humedecidas por las lágrimas, Juliette se dejó estar durante minutos que se convirtieron en horas. Permitió al dolor llegar hasta su presente; le sintió venir de muy lejos, de parajes desconocidos para ella. Al final, pudo escuchar a su madre acunándole cantando una hermosa nana:

“Au clair de la lune, Mon ami Pierrot, prête-moi ta plume, pour écrire un mot. Ma chandelle est morte, je n'ai plus de feu. Ouvre-moi ta porte, pour l'amour de Dieu. Au clair de la lune, Pierrot répondit: Je n'ai pas de plume, Je suis dans mon lit. Va chez la voisine, je crois qu'elle y est. Car dans sa cuisine, on bat le briquet…”

  Hacía muchos años que lo había olvidado. Fue como tenerla al lado, y pudo sentir todo su amor. Ese sentimiento fue el que le trajo de regreso. Poco a poco, se empezó a sentir mejor. Se enjugó las lágrimas. Se levantó.

  Caminó hasta la puerta de la tienda. La entreabrió para que pasase aire fresco. Lo necesitaba.  En ese momento regresaban de la escuela cercana un grupo de niños pequeños, de la mano de sus madres. Podía escucharles como hablaban, contándose lo sucedido. Se les quedó mirando, con ternura. Cerró los ojos, queriendo capturar la bella imagen. Y exclamó:

“Hola mamá, estoy aquí. Lo siento, perdona, gracias, te amo.”

 


 

 

 

 

Comentarios

Entradas populares de este blog

Escocia (III): Entre árboles centenarios y guiños del bosque

A veces hay que parar para luego avanzar más lejos

Los 9 Aromas: Aroma del Noreste (2/9)