15. Inti Padre Sol (15/50)
Este domingo de abril
lucía un bonito sol en el mercado de Arequipa. Las gentes parecían haberse
acostumbrado a convivir con el virus, transcurrido un año de iniciarse los
confinamientos. La pandemia había sido especialmente virulenta en Sudamérica,
poniéndose en evidencia las carencias de infraestructura sanitaria de estos
países. Pero lo más cruel había sido contemplar como los gobiernos locales y los
de allende los mares, estaban permitiendo que el covid diezmara a la población
en muchas regiones. Resultaba casi inevitable pensar que a algunas
organizaciones les interesaba reducir el número de la población en muchos
rincones del planeta. Y una vez más, estaban siendo los desfavorecidos del
mundo las víctimas propiciatorias. Estando así las cosas, la gente de a pie
vivía lo mejor que podía, ayudándose unos a otros. Habían surgido por todas
partes redes locales donde los vecinos resolvían juntos los problemas
cotidianos; el principal, el hambre.
Valdemar Irigoyen había nacido al norte de
Lima. Su abuelo paterno fue un industrial vasco que había rehecho su vida en
Perú. Sus padres sacaron adelante a sus cinco hijos con la granja que tenían en
el interior de la provincia. Él fue el que heredó el negocio de la familia; no
por elección propia. Las circunstancias le fueron marcando la senda de ese
destino.
Primero, su hermano Mario Alonso el primogénito, falleció en accidente aéreo al sobrevolar la amazonia brasileña, en condiciones extrañas nunca aclaradas. Después, su otro hermano Ramón Eduardo decidió renunciar a la herencia familiar al casarse a escondidas con una turista yanqui. Los dos se fueron a vivir lejos, a las islas Hawai donde montaron una empresa de hostelería en la playa. Y sus hermanas, por tradición, no podían hacerse cargo de la hacienda y las explotaciones agropecuarias. Seguía siendo un mundo patriarcal. Así que, siendo él el menor y con tan sólo 22 años, se vio al frente de un cumulo de responsabilidades. Eso sí, contó con la ayuda de Nicolás Bermejo, el capataz de confianza de su padre. Hasta hacía tres años, cuando había fallecido a los 91 años, contó con su leal presencia y sus sabios consejos.
Pero lo que más le apasionaba a Valdemar era
la antigua cultura indígena precolombina. Esta primavera de 2021 había
aprovechado la firma de un fructífero acuerdo comercial con una cooperativa de
campesinos de Bolivia cerca del lago Titicaca, para pasar unos días explorando
los territorios cercanos al gran lago. Dejó a cargo del cuidado de la hacienda
a su hermana Irene –con la que le unía un gran lazo afectivo- la cual ya en
otras ocasiones le había suplido con buen desempeño.
Uno días antes, Valdemar contemplaba un
hermoso atardecer desde una isla en medio del extenso lago Titicaca. Disfrutaba
de la plenitud del momento, en medio de la soledad elegida. En tres días, su
guía andino volvería a recogerle para emprender el regreso a Lima, a través de
la costa sur, donde realizaría un par de ventas importantes.
Había adquirido un par de libros sobre las
civilizaciones antiguas locales y estaba enfrascado en su lectura. Pero al
mirar hacia el sol, olvidó por unos instantes la lectura. Se puso de pié y
caminó hacia la orilla cercana. Se descalzó y metió lentamente en el agua. Estaba
fría. La sensación le vivificó. Seguía mirando al astro a punto de ocultarse en
el horizonte. No pensaba en nada. Permaneció unos instantes como hipnotizado,
dejando que la luz solar entrara en todo su cuerpo.
Lo que sucedió a continuación, es algo que no
se podría explicar con palabras. Sintió su cuerpo recorrido por completo por
algo parecido a la electricidad, pero no le hizo daño. Más bien, le llenó de
energía. Entreabriendo los ojos, Valdemar sintió una conexión fuerte,
instintiva con el sol. Su mente no pensaba. Tan sólo alcanzó a escuchar el
potente, rítmico latido de su corazón. Como si éste hablara con la distante
estrella.
Esta poderosa experiencia le afectó bien
adentro. El sol se puso por completo tras el lago. La penumbra cubrió
rápidamente el paisaje cercano. Valdemar aún permaneció un rato largo sin
moverse, con los pies en el agua y escuchando pulsar la energía del sol dentro
de él. Se sentía bien. Al moverse por fin, fue hasta la cabaña, comió algo y se
tomó una infusión bien caliente. Hacía fresco en el interior, pero no quiso
prender la chimenea. Prefirió meterse en su saco de dormir y descansar. La
sensación confortable le acompañó hasta conciliar el sueño. Lo último que recordaba
antes de dormirse fue la imagen de un nativo andino ataviado ceremonialmente,
mirándole fijamente y diciendo unas palabras:
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