11. Familia somos todos (11/50)

 

        Esta mañana las instalaciones del foro romano estaban cerradas al público. Las prevenciones sanitarias para frenar la pandemia habían reducido los días de apertura a tres en toda la semana. Los empleados del Instituto Arqueológico Romano estaban aprovechando el final de 2020 para realizar tareas de restauración pendientes hacía mucho tiempo.

  “Todo tiene su parte positiva, ahora puedo pasar días seguidos restaurando.” –suspiró en voz baja la mujer de cabello rubio que afanosamente  se concentraba en la restauración de la tapa de un sarcófago de principios de la República- “También en aquella época, los ciudadanos debieron sufrir calamidades, y hambrunas que diezmarían la población de la primera Roma republicana. Incluso personajes adinerados como el de este sepulcro, tuvieron que resentirse ante esas catástrofes.” Volvió en silencio a su trabajo. Cinco minutos después, le avisaron desde recepción. Alguien venía a visitarle.

  Ella se extrañó. No esperaba a nadie. En pleno confinamiento de la ciudad en esta segunda oleada, Rossina Antonelli temió que algo grave hubiera pasado a algún familiar. Pero nadie de su familia vivía ya en Roma. Cuando falleció su padre hacía ocho años, ella fue la única que permaneció aquí, debido a su trabajo. Quien vivía más cerca, era su hermana Nicoletta, pero estaba en Venecia a varias horas de distancia. En fin, dejó sus útiles con cuidado junto al sarcófago, y fue a atender la visita.

  “Volveré pronto, necesito terminar esta tarde con el sarcófago, mañana está previsto que me sume al equipo dirigido por el jefe de la misión suiza que ha venido a ayudarnos unas semanas. Necesitan que les oriente sobre la secuencia de mosaicos que existen en unas termas excavadas hace dos años.”

  Rossina, caminó a paso ligero hasta la entrada de la instalación. Su silueta menuda podría hacer creer que se trataba de una joven, pero estaba a punto de cumplir los cincuenta. Su pasado de deportista amateur en atletismo había torneado un cuerpo delgado que le hacía parecer mucho más joven. De hecho, en cuanto podía salía a correr. Disfrutaba mucho atravesando a buen trote los numerosos parques esparcidos por la ciudad de las siete colinas.

   Ya en la puerta del foro, pudo ver quien le esperaba. Su sorpresa fue grande: Era Enrico Gilardi, su primer marido y padre de su hija Sandra. No se veían desde hacía quince años.

  “¿Cómo ha podido localizarme?, ¿Y qué está haciendo aquí Enrico después de tanto tiempo? –Su respiración se hizo más rápida, y notó como su pulso se aceleraba- “Cálmate Ros.“ –Se dijo a sí misma, queriéndose darse la quietud que para nada sentía- “No tiene porque haber sucedido nada malo. Además, recuerda que Enrico trabajó en el Servicio de Inteligencia secreto; seguro que ha podido localizarme a través de algún antiguo colega en activo.”

  “¡Hola Rossina, me alegro de verte!” –Saludó el hombre, bien parecido y metro ochenta de altura, como si se acabaran de despedir hacía dos días- “Sigues tan guapa como siempre.”

   “Y tú tan halagador como recuerdo.” – el tono de su voz sonó cortante. “¿Qué quieres Enrico? Me pillas muy ocupada, necesito acabar una trabajo hoy mismo.”

  “No has cambiado nada, siempre tan ocupada en tu arqueología, rodeada de piedras y cadáveres petrificados. Necesito que hablemos a solas. Ven, te invito a almorzar.” -tratando de dar un tono amistoso a sus últimas palabras- “Podremos hablar más tranquilamente.”

  La doctora Antonelli dejó un recado para un colega y salió del foro, acompañada por su ex marido. Montaron en su descapotable lamborgini, que olía a nuevo, y fueron hasta un restaurante cerca de la plaza Venecia. Durante la comida conversaron sobre cosas intrascendentes; mientras esperaban la llegada del postre, Enrico se lo soltó, mirándole directamente a sus bellos ojos verdes:   

  “Rossina, tengo Cáncer. Me han dado apenas dos meses de vida. Eres la primera persona a quien se lo digo…”

  Ella soltó de golpe la copa de vino. Ésta se hubiera derramado sobre la mesa, si no hubiera sido por los reflejos de Enrico -él cual mantenía un aplomo, como si no fuera con él la noticia- que la sujetó a tiempo.

  “¿…Cómo es posible?, ¿Te encuentras bien…? Rossina apenas pudo balbucear preguntas corteses ante el impacto de la información- “¿Lo sabe… nuestra hija?” Se asombró al pronunciar el término común al hablar de Sandra, pero se sentía descolocada bajo el impacto de las palabras de Enrico.

  “No. Aún no se lo he dicho. Por eso he venido a verte. Te quiero pedir que me acompañes hasta Burdeos para darle la noticia. No es cobardía, podría ir solo. Simplemente, es bueno que ella vea juntos a sus padres una última vez.” Al decir  las últimas palabras, Rossina sintió un deje de tristeza en la voz del hombre. Y recordó que hacía mucho tiempo le había amado. Sintió una punzada en su pecho y, cogiéndole la mano, le dijo: “Claro Enrico, te acompañaré, Cuenta con ello.”

  “Gracias Rossina…, no sabes cuánto te lo agradezco. Aunque llevemos tanto tiempo sin saber del otro, te sigo apreciando. He de recibir un par de sesiones de quimioterapia en Milán, descansar unos días luego. Creo que para dentro de seis o siete días podré estar listo para el viaje. Hay un vuelo semanal que de momento no han suspendido entre Roma y Lyon. Desde allí, alquilaremos un coche para ir hasta Burdeos. Si estás de acuerdo, sacaría ya los dos billetes para salir el lunes 11 de diciembre.”

  Los días transcurrieron rápido. Rossina pudo solucionar su ausencia del trabajo gracias a un colega que se ofreció a suplirla hasta su regreso. El viaje en avión transcurrió sin novedad. No hablaron mucho. Enrico le contó de la enfermedad. Ella le puso al día de las novedades de los últimos años en su vida. Luego, el tiempo frío pero soleado les acompañó durante el trayecto atravesando el sur de Francia. Entonces, de improviso, él empezó a compartirle vivencias importantes, y le desveló la humanidad que había detrás de una fachada aparentemente materialista y fría.

  Sandra vivía con Etienne, su marido, en una campiña en las afueras de Burdeos. Era feliz. Tenían tres hijos. Cultivaban viñas y tenían una pequeña granja. Ella compaginaba la crianza con echar una mano a Etienne en las labores de la finca; pero nunca había abandonado sus diseños de artesanía, que tanto éxito le reportaron en su juventud. Acabada de cumplir 31 años. Había recibo el anuncio de la visita de sus padres extrañada, pero con alegría.

  Al llegar, fue Sandra quien se lanzó a abrazar a sus padres. Luego se paró delante de su padre; le notó más delgado, la cara algo demacrada –debida a los efectos de las últimas sesiones de quimio. Entonces miró a su madre y, sin que hicieran falta palabras, lo comprendió todo. Estuvo a punto de llorar, pero no quiso asustar a los niños. Haciendo un esfuerzo, les hizo pasar al porche donde su esposo había preparado un almuerzo de bienvenida, que acompañarían con un vino cabernet sauvignon mezclado con merlot, cosechado en su propia finca y embotellado por ellos.

   Se reunieron en torno al apacible fuego de la chimenea que caldeaba el porche cerrado, y levantando las copas brindaron: “Santé. Os quiero mucho a los dos.” –dijo Sandra emocionada por el reencuentro. “Que este manjar de la tierra que nos acoge, de calor a nuestros corazones. Que siempre allá donde vayamos nos acompañe el amor que nos hizo ser una familia.”

   Etienne se ausentó en silencio, Al regresar, encontró a Sandra entre sus padres. Con la mirada llorosa, su esposa sonreía. De fondo se escuchaba una bella canción:

  “Nómadas que buscan los  ángulos de la tranquilidad en las nieblas del norte y en los tumultos civilizados, entre los claros oscuros y la monotonía de los días que pasa. Caminante que vas buscando la paz en el crepúsculo, la encontrarás, al final del camino.”

 



 

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