5. Infancia secuestrada (5/50)

 

   

    No tenía ganas de hacer nada. La semana había sido dura, se sentía sin fuerzas y muy desanimada. Hoy sábado no pensaba quedar con sus amigas. Nekane abrió su portátil, regalo de su abuela Paca el año pasado cuando aprobó el curso con buenas notas para pasar a 1º de ESO. Sin saber cómo, acabó mirando fotos de su verano de 2019, en especial las del campamento en Llanes (Asturias). ¡Qué bien se lo había pasado! Había disfrutado tanto del mar, de quedarse hasta tarde con sus amigos. Y, sobre todo, había conocido a Estefanía Redondo.

   Después, al volver a Donostia, se siguieron escribiendo y llamando. Hablaron de quedar, ya que San Sebastián y Vitoria no estaban muy lejos. Hicieron planes de verse unos días en Semana Santa, ella iría a casa de Estefanía; y luego, ésta le devolvería la visita en verano. Pero la llegada del covid19 en marzo lo cambió todo; y la vuelta al instituto tras un verano diferente, no ayudó en nada a retomar su amistad, ni nada de lo bueno…

  Realmente, las condiciones en que iban a clase eran un asco. Nekane Urrutia, a pesar de ser una alumna aplicada y muy espabilada, en la tercera semana de instituto se puso enferma. No por el virus. Le diagnosticaron trastorno estomacal, y tuvo que permanecer cinco días en cama, fin de semana incluido.

  Al lunes siguiente, empezado octubre, se dio cuenta que no tenía ninguna ilusión por volver al aula. No. No quería seguir pasando frio sentada con el abrigo mientras las ventanas abiertas, ventilaban el aire para evitar contagio. No quería continuar ahogándose con la mascarilla aplastándole la cara, casi sin poder respirar. Y, sobre todo, no quería seguir sin poder jugar, reír y abrazarse a sus amigas en el recreo. Realmente, el instituto lo habían convertido en una cárcel, o peor aún, un campo de concentración.

  Los profesores también estaban agobiados, desbordados por tantos protocolos (como decían ellos) contra el virus. Ese lunes, al levantarse, su cuerpo no le respondió. Después de vestirse y desayunar, cuando fue a coger la mochila, se mareó de repente y casi se desmaya. Apenas le dio tiempo de llamar a su madre.

  “¡Mamá ven, rápido… me mareo, ven!”

  Cuando Margarita Aguirre entró en la habitación de su hija, la encontró con muy mala cara, medio llorando, y pegada a la ventana, con la mirada medio perdida. Tras el cristal, lucía un bonito sol que alumbraba las colinas verdes de las afueras de la ciudad. Se veían pájaros revoloteando libres por el aire.

  “¿Qué te pasa cielo?” –le preguntó su madre algo alarmada- “¿No has dormido bien? ¿Te ha sentado mal el desayuno?”, -tratando de descartar las cosas normales de una levantada. Nekane miró a su madre callada, pero sus ojos lo decían todo. Rezumaban una tristeza infinita.

  “Mamá no puedo volver a clase….” –empezó con la voz quebrada por la emoción- “me ahoga la tristeza… no sé qué me pasa…”. Y rompió a llorar desconsoladamente, arrojándose en los brazos de su madre.

  Nekane Urrutia a sus trece años no era una niña infantil. Bueno, había dejado de ser una niña hacia seis meses, cuando le llegó su primera menstruación. Era más bien madura para su edad, responsable y nada ñoña. Por eso, aunque lo disimuló, Margarita se quedó bien preocupada. Tendría que hablar con Aitor, su marido, y ponerse al habla con la tutora de la niña, la maestra Itziar Aranguren. La profesora era maja, seguro que lo entendería. Al menos, esta semana Nekane no tenía exámenes a la vista.

  Ese día el hogar de los Urrutia estuvo algo alterado. Tras avisar al colegio de la falta, Nekane se quedó un rato más en su dormitorio. Siguió acordándose del verano de 2019 y de Estefanía. Decidió llamarle más tarde. Su madre le sugirió ir a dar un paseo para visitar a la abuela; hacía tiempo que no la veían. Le hizo ilusión y lo pasaron bien; por un momento se olvidó de su tristeza. Luego, ya de vuelta en casa, se acordó de su amiga.

  “Hola Estefanía” contestó por el móvil al oír la voz de su amiga al otro lado.

  “Si. ¿Quién eres?” preguntó a su vez su Estefanía, que no reconoció quien le llamaba. Llevaban más de seis meses sin hablar. Era normal.

  “Soy yo Nekane. Esta mañana me sentía mal… Antes de ayer estuve hojeando nuestras fotos cuando nos conocimos. Me apetecía muchísimo hablar contigo, saber cómo te va.”

  “¡Ah, qué alegría Nekane, cuánto tiempo sin saber de ti!” –la voz de su amiga había cambiado de entonación- “Cuéntame, ¿Cómo va todo por Donostia? ¿Oye, por qué no me haces una videollamada y así nos vemos?

  “Genial, enseguida te llamo.” Nekane colgó el teléfono para llamar a su amiga por whatsup. Al momento, pudo ver el rostro de Estefanía, luciendo una media melena pelirroja. Hablaron casi una hora, se pusieron al día y quedaron en llamarse todas las semanas. Le consoló saber que también Estefanía lo estaba pasando mal en clase, con todas esas medidas sanitarias que prohibían a los niños ser niños. Además, su padre estaba atravesando un mal momento; tal vez tuviera que cerrar el negocio de catering en el que trabajaba desde hacía tres años.

   Para colmo, su tío Abel había sido ingresado en primavera en un psiquiátrico. Nekane sabía lo unida que estaba Estefanía con Abel. Diez años más joven que su padre, sensible, le gustaba mucho quedarse con su sobrina y jugar juntos. Abel había hablado a Estefanía de cosas por las que su padre, Fulgencio, nunca había mostrado curiosidad alguna: La vida tras la muerte, las facultades superiores del cerebro o la experiencia del momento presente como lo único que existía. Nekane no sabía nada de estos temas, en su casa no hablaban de ello.

   Se dijo a sí misma: ‘Nekane son tiempos extraños. He de ser fuerte y estar bien atenta a las señales de mi corazón’. Me voy a dormir. Mañana será otro día’. Y apagó la luz de la mesilla.

 



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