16. Férrea decisión plutoniana (16/50)

 

       Lejanísimas estrellas aparecían en el visor del potente telescopio. Llevaba días rastreando el movimiento de un nuevo cuerpo sideral, desplazándose por el extremo del sistema solar. Al principio, le dio por pensar que Plutón hubiera variado unos grados su órbita, ya de por sí tan excéntrica. Al final, tras realizar complejos cálculos matemáticos, decidió que no, no podía tratarse de Plutón. Lo cual era un alivio.

  “¡Entonces caray! –exclamó la doctora Pamela Kingsley, extrañada por el descubrimiento- “¿Qué es eso que llevo varios días viendo en el telescopio?”

   Le habían contratado hacía seis meses –en pleno auge de la dichosa pandemia Covid19- para ayudar al Profesor August Grinberger en la supervisión de los movimientos siderales en las afueras de nuestro sistema solar. Las nuevas tecnologías incorporadas en el, ya consagrado, observatorio de Monte Palomar en California, estaban permitiendo hacer grandes avances.

  Estaba satisfecha, aunque exhausta. Tras intensas semanas con jornadas de más de diez horas, apenas estaba teniendo tiempo para estar con su familia. En especial con su hija Sally, que este año había empezado los estudios de ingeniería astronáutica en la universidad de San Bernardino. Últimamente, se veían poco, apenas habían podido tener dos conversaciones breves en el último trimestre.

  Decidió que pediría un par de días libres y convencería a Steven, su marido, para ir a visitar el siguiente fin de semana a su hija. Le avisarían ya de camino, seguro que le daban una sorpresa. Estos pensamientos le aliviaron, de inmediato se sintió mejor. El resto de la jornada transcurrió fluida, ella estaba contenta por el nuevo plan. Al llegar a casa, Steven ya había preparado la cena, y miraba las noticias de tv desde la cocina.

  “¡Hola amor!” –saludó cariñosa ella al entrar en la vivienda.

  “Que tal Pamela? Te siento contenta”- le contestó él- “¿Has descubierto una nueva estrella hoy? –su voz destilaba ese fino sentido del humor que a ella tanto le agradaba.

  “No, es otra cosa” –contestó su mujer, poniendo un tono más íntimo- “¡Vamos a ver a Sally este fin de semana! Me lo he cogido libre.”

  No dio tiempo a que Steven le respondiera. El presentador del canal en es justo momento cambió la entonación, y con una voz más elevada dijo:

  “Atención, las autoridades del estado acaban de decretar el cierre de desplazamientos no esenciales dentro de toda California. Dentro de quince días se revisará la medida. Se pide a los ciudadanos su colaboración. Se dispondrán controles de policía en las principales carreteras.”

  Fue como si le cayera encima una espesa manta de hielo. La noticia golpeó a la mujer, matando toda ilusión. Al verla casi desfallecer, Steven acudió rápido a abrazarle.

  “¡Oh Pam!, cuánto lo siento. Era un plan tan hermoso. Yo también quería ver a Sally, le echo mucho de menos. Pero…, ahora tendremos que esperar…”

  Pamela, se acurrucó entre los tiernos brazos de su esposo, al tiempo que desde las tripas escuchaba el surgir de un sonido que no supo muy bien como tomar. A los pocos segundos, el rumor cobró fuerza y ella exclamó intempestiva:

  “¡Una mierda esperar, estoy harta! –paró un momento como para coger aire- “Voy a ver a mi hija, me da igual lo que digan las autoridades. Basta ya de que nos traten como títeres de feria. Se acabó.”

  Steven le miró con sorpresa. Pero sabía que Pamela hablaba en serio. Conocía bien a su esposa. Su determinación era una de las cualidades que más le había atraído de ella cuando se conocieron hacía 25 años en aquel viaje en el Cañón del Colorado. Se había producido un accidente durante una travesía, y Pamela destacó por su templanza y la manera en que ayudó a los guías de la expedición a retomar la calma en el grupo de más de cuarenta turistas.

 “Vale Pam” –dijo, aceptando lo inevitable de la decisión de ella- “Sólo que hay que pensar en una buena excusa para poder atravesar los 250 kilómetros que nos separan de Sally.”

  Pamela sabía que él tenía razón. Desde San Clemente en la costa donde ellos vivían, tendrían que atravesar gran parte del estado. Pero estaba decidida a visitar a su hija, costara lo que costara. Ya pensaría en algo.

  Atardecía. Ella trataba de relajarse desherbando bancales en el huerto del jardín trasero. Una hierba adventicia, de raíz profunda, se le resistía. Pamela sintió la ira bullir adentro. Tras unos instantes de mucha tensión, logró arrancar la planta. Entonces lo vio claro:

  “Ya está. Eso es.”

  Se levantó restregándose la tierra húmeda en su pantalón de faena, y fue a la casa a a buscar el móvil. Un minuto después, hablaba con su jefe, el Dr. August Grinberger.

  “August, necesito este favor, no le va a comprometer. Es muy importante para mí. Prepáreme una valija con material clasificado especial y una carta de entrega para su colega en San Bernardino, el Dr. Simond. Así podré  visitar a mi hija.”

  Al otro lado de la línea, por unos momentos reinó el silencio.

  “Aunque no me agrada la maniobra…” –Empezó dubitativo el jefe de Pamela- “Admiro tu perseverancia, incluso tu rebeldía en medio de los acontecimientos actuales. De acuerdo Pamela. Y saluda de mi parte a tu hija cuando le veas. Mañana tendrás en tu despacho la valija lista.”




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