3. Océano infinito de amor y locura (3/50)

 

 

    “23 de marzo 2021, Santiago de Compostela: Retomo mi diario en esta tarde plomiza, tras varios días sin ver el sol. Acabo de regresar del hospital psiquiátrico. Tengo su mirada clavada entre mis huesos. Puedo ver como si le tuviera aún delante la somnolencia del potente ansiolítico arrastrándole hacia quien sabe qué rincones oscuros de su mente. Después el paciente entró en un profundo sueño, quiero pensar que en paz.”

   Cerró de golpe su diario, y el sonido seco retumbó entre las paredes de su habitación, casi sin muebles. Echó una ojeada hacia la estancia. La sintió desnuda y triste, semejante a un paisaje otoñal donde acabaran de caer al suelo las últimas hojas de los árboles.

  No, no podía estar satisfecha de su trabajo de voluntaria en el hospital. Hermelinda Aquisgrán se había licenciado hacía un año en psicología y había querido ver de cerca la realidad cotidiana de una institución con tan mala prensa. La realidad, tras un año de trabajo voluntario de treinta horas semanales, superaba con creces las expectativas más pesimistas. A pesar de todo, ella se agarró con fuerza a su idealismo. Quería ayudar, paliar siquiera un poco el sufrimiento ajeno.

  El paso de los meses le había ido desequilibrando, hasta poblar su cabeza de fantasmas incómodos. Ellos habían empezado a formar parte de su día a día, reclamándole a veces que fuera más allá de los límites que le marcaba la rígida institución. El telón de fondo de la pandemia lo estaba complicando todo. Las personas estaban cada vez más estresadas y a la defensiva. La sociedad enfermaba a pasos agigantados, y no por el virus. La locura desencadenada por las oleadas de miedo, abatía las mentes, robando no sólo la sonrisa –ahora invisible tras los bozales engañosamente protectores- sino también el alma.

  Se preparó un café bien cargado. Mañana libraba y había decidido estudiar esta noche. Revisó sus notas de campo. Sin querer, el cuaderno se abrió por el caso del paciente que acababa de dejar:

    “Jueves 3 de abril 2020: -Caso 17: Paciente varón, 33 años. Nacido en Palencia. Nombre: Abel Redondo Ramírez. Motivo del ingreso: Intentos reincidentes de suicidio.”

   Entonces, Hermelinda volvió a recordar la primera vez que lo vio. Ella acababa de empezar su voluntariado. Abel apenas llevaba dos noches en el psiquiátrico. Todavía le mantenían fuertemente sedado y atado. Él había abierto de repente sus ojos: La profundidad de sus bellísimos ojos azules le impactó hasta un rincón de ella hasta ahora desconocido. Abel parecía mirar al mundo desde otro lugar bien diferente. Estaban solos en la habitación.

  Pasaron unos minutos, la joven sintió una conexión que le venía de lo hondo de sus tripas. De repente él habló, apenas unas palabras:

  “¡Ah eres tú, mi ángel! Al fin te encuentro… Has de sacarme de este agujero, por favor…” Para caer al momento siguiente en otro sueño inducido.

   Dos días después, tuvieron una conversación lúcida, de unos quince minutos. Abel le compartió a grandes rasgos la marcha de su vida. Hermelinda escuchó sin interrumpirle. Casi al final, él le dijo:

  “Hermelinda, ¿puedes tú imaginar por un momento lo que es estar los ratos en que estoy despierto conviviendo con tres o más reflejos de mí mismo, de otros yos idénticos a mí viviendo otras experiencias distintas, en otros lugares, todos interactuando conmigo al mismo tiempo? Es como si yo fuera una figura geométrica de varias caras, cada una de un color, con su identidad propia y queriendo ir por su cuenta. Al tiempo que siento dentro de mí lo que cada Abel siente o desea… Y cuando parece que empiezo a comprender algo, de nuevo la medicación me catapulta hacia lóbregos abismos de locura, donde siento un frío helador y la más angustiosa de las soledades. Que menos que desear acabar con este tormento y quitarme del medio. ¿Por qué no lo comprenden, por qué no me dejan sentir la paz que anhelo…?

   De nuevo, el joven cayó en uno de sus largos sueños. Ella había vuelto a casa esa tarde angustiada. Sin saber qué hacer.

   En este anochecer, un año después, ella recordaba todo esto como si acabara de suceder. Sintió de pronto la punzante presencia de Abel en la habitación. Fueron unos segundos extraños. Su cabeza se pobló de voces y sus propios fantasmas cogieron las riendas de su vida. Ensimismada ante la avalancha tumultuosa que la poseyó, se giró hasta la ventana que abrió de par en par.

   Se asomó al exterior. La llovizna la abofeteó dulcemente en el rostro. Y lloró. Soltó el ahogo que le atenazaba hacía semanas. Al minuto se serenó, y contemplando las primeras estrellas brillando en la noche oscura exclamó:

  “Abel estate tranquilo, te prometo que mañana te libraré de la locura en que te hallas sumergido y descansarás en paz.”

 

 


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