6. Un Corazón valeroso (6/50)

 

     Abdul Mansur y Amir Mehnane, habían sido amigos desde pequeños. Nacieron y se criaron en la misma aldea, al pie de los Atlas nevados. Luego, a los 8 años, Amir marchó hasta Tánger cuando su padre consiguió un buen trabajo de chófer en una empresa local, para después ascender sirviendo a una embajada occidental. Eso le permitió a Amir aprender inglés desde joven, y llevar una vida más o menos acomodada. Abdul no lo pasó también sin salir de su aldea rural. Casi todos los veranos, Amir regresaba a visitar a sus abuelos maternos, y así los dos chavales mantuvieron su estrecha amistad.

  Cuando en el año 2000, Abdul se enteró que Amir se había ido a vivir a Andalucía porque se juntó con una catedrática de la universidad de Granada, pensó que había perdido a su amigo. Por eso, se sorprendió mucho cuando, dos años después, Amir le llamó para preguntarle si le interesaba un puesto de ayudante de jardinero en la Alhambra. Abdul no tenía familia y decidió aprovechar la oportunidad. Durante varios años le fue de maravilla; era formal y trabajador. Y, cuando su jefe murió, le hicieron ocupar su puesto. Tenía más responsabilidad y había de dirigir a otros empleados. Pero la gente le apreciaba. Abdul seguía siendo la persona sencilla y afable que abandonara su aldea natal hacía casi veinte años.

  Al estallar la pandemia a primeros del 2020, él se preocupó. Llevaba más de un año sin ver a su familia. Y la situación en España y luego en la mayor parte del mundo no hacía augurar nada bueno. La llegada del verano pareció mejorar un poco la situación. Él tuvo mucho trabajo porque, con la menor afluencia de turistas, el ayuntamiento granadino decidió hacer unas mejoras y obras en los jardines de la Alhambra.

  Con la llegada de los fríos otoñales pareció que la pandemia se reactivaba; o eso querían hacernos creer los medios de comunicación. Se multiplicaron los pcr y salieron un montón de contagiados. Las autoridades volvieron a dictar medidas restrictivas e impusieron un nuevo confinamiento. En diciembre le llegaron noticias preocupantes de Marruecos: En su aldea se había producido un brote –no del covid19, sino de una enfermedad debido al mal estado de las canalizaciones de agua en la comarca-; hacía unos días su madre había enfermado gravemente, sus hermanas le telefonearon instándole a que acudiera rápidamente.

  Cuando Abdul lo comunicó en su trabajo, sus directivos torcieron el gesto, exponiéndole las dificultades de tal viaje. Trató durante varios días de convencerles, en un tira y afloja donde intentó a toda costa no perder el trabajo. Pero su familia era lo primero; y cuando le aseguraron que, si se marchaba a Marruecos le tocaría esperar varios meses a poder regresar, con lo que perdería un buen trabajo de años, él no lo dudó.

  Estaba triste. Ese día, antes de partir para el bus rumbo a coger el ferry en Algeciras, estuvo despidiéndose de sus compañeros. Con algunos llevaba 18 años. Además, amaba la Alhambra como su segundo hogar. Conocía cada rincón, cada fuente, y había visto crecer muchos árboles por él plantados. Sin poder evitarlo, se emocionó, derramando lágrimas sentidas.

  Tras un viaje agotador de veinte horas, incluyendo las casi tres que le hicieron esperar en la frontera, llegó a su aldea natal. El día anterior había llovido con fuerza, y el ambiente estaba limpio. Podía respirarse el frescor. Lucía un sol brillante, y a lo lejos pudo contemplar los picos del Atlas, que acababan de recibir las primeras nieves. Según iba caminando atravesando la aldea, le vivieron a la mente muchos recuerdos de cuando niño. Se acordó de Amir, de su amistad. Y empezó a sentirse mejor, a pesar de la renuncia importante que acaba de realizar.

  Pudo divisar justo delante suyo la casa paterna; se agolpaban numerosas personas junto a la entrada y en el patio delantero, sobre todo mujeres, a las que se oía cantar con tono triste a media voz. La tradición aún se mantenía con fuerza en estos rincones del mundo. Le saludaron y él, en silencio, se adentró hacia los aposentos de la familia. Se abrazó a sus hermanas Zulaima y Amal; luego pidió que le dejaran a solas con su madre. Ésta dormitaba  en su lecho. Había pasado una noche difícil, delirando entre las altas fiebres, llamando en voz alta, casi quebrada, a parientes hacía tiempo desaparecidos. Abdul permaneció unos minutos junto a la cama de su madre, sin decir nada. Con ternura le cogió la mano, la notó bien delgada a causa de la enfermedad. Quien lo hubiera imaginado: Su madre, mujer robusta, de temperamento fuerte aunque alegre y tan respetada por todas las gentes. Y ahora, apenas una sombra de ella misma, postrada hacía semanas y tan cerca de la muerte…

  Ensimismado como estaba, tardó unos segundos en percatarse de que su madre había abierto los ojos y le miraba fijamente, esbozando una fina, hermosa sonrisa.

  “¡Abdul, hijo mío, estás aquí!”- exclamó la madre haciendo acopio de fuerzas para que su voz fuera audible. Pero enseguida su débil estado la impidió seguir hablando. Abdul le indició que descansase, que no hacía falta que hablara ahora. Necesitaba guardar todas sus escasas fuerzas para poder recuperarse.

  “No hijo. Ya eso no importa, mi hora está cerca. Necesito agradecerte que estés aquí. Sé el valor de tu renuncia. Y eso te honra como hijo y como persona. Son tiempos muy difíciles, la mentira se cierne sobre el mundo. Tendrás que ser valiente, habrás de escuchar tu corazón. Sé que tu alma es limpia y guiará tu vida. Desde algún lugar te estaré acompañando. Cuida de tus hermanas y de la aldea…”

  Zoraida Ratib pronunció estas últimas palabras en tono muy bajo. Y luego con la misma serenidad que había hablado, partió. Abdul se quedó en silencio, posando las últimas palabras de su madre. Las guardó en su pecho, y le deseó un buen viaje a donde fuera.

  Dos días después, tras el entierro y las despedidas familiares, Abdul tomaba un café en la terraza justo antes del amanecer. Mientras esperaba la inminente salida del sol, con la mirada fija hacia el este, pudo contemplar por unos cortos instante como una estrella fugaz recorrió el horizonte a la velocidad de un rayo. Apoyó su taza sobre la mesa, respiró profundamente y exclamó:

  “Hola mamá, se que estás bien. Te quiero.”




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