26. Entre gente maravillosa (26/50)
La fuente salpica su canto sereno en medio del
parque. Los chorros de agua se elevan con gracia y fuerza, como compitiendo quien
será el primero en llegar hasta el cielo azul. Cada mañana después de comprar
el pan, la anciana atraviesa veredas y jardines para disfrutar un rato de su
compañía; sentada en un banco cercano, cierra los ojos y deja que su mente
vuele lejos, lejos de su cuerpo envejecido, baqueteado por innumerables
experiencias pasadas.
Rememora, sacudiendo telarañas en su cabeza,
aquellos sábados de bailes de tangos en su Buenos Aires natal. De joven, le
encantaba salir a bailar, recibiendo piropos de los muchachos y riendo junto a
sus amigas. Le hacían olvidar los esfuerzos de toda la semana, acarreando cajas
de frutas y verduras en el mercado. Más tarde, vinieron los años de casada, al
principio felices y luego desgraciados. Pero todo lo fue sobrellevando, y todo
fue pasando. Cuando enviudó, a los 45 años, decidió viajar hasta París. Allí
conocería a Bernard, el gran amor de su vida. Fue una relación intensa, donde
lo compartieron todo. A los cinco años, él fue a la cárcel por un asunto que
nunca ella entendió. Al principio la mujer le esperó; iba a verle cada mes.
Poco a poco el amor se fue.
Carlota Batistuta liquidó entonces el negocio
de ropa para mujer situado en la Pz. Vendome, y con el dinero que obtuvo marchó
al sur en busca de calor y del mar. Rehizo su vida en Gran
Canaria, en un pueblito del norte de la isla. Se compró una casa pequeña y dio
clases de francés. También trabajaba en casa haciendo pequeños arreglos de
costura. Así fue saliendo adelante. La cercanía del mar y la calidez de la
gente isleña cicatrizaron sus heridas y con el tiempo, Carlota recuperó la
alegría de vivir.
Ahora, en plena recrecida de la pandemia
–bueno, eso es lo que querían creyese la gente- la tranquilidad se trastocó
algo esta primavera de 2021. Sin embargo, la afabilidad canaria suavizó la
cortina del miedo reinante. En el pueblo, ella podía seguir saliendo a pasear,
y con sus trabajillos. En junio,
cumpliría 75 años, y mañana 20 ya en la isla. En estos años pensó de retornar a
Buenos Aires, al menos de visita, pero el paso de los meses –luego años- le quitó
la idea de la cabeza.
“¿Para qué viajar hasta allá? ¿Para qué tanto
esfuerzo? –Se dijo a sí misma- “En Argentina apenas tengo unos parientes tan
mayores como yo. Mi vida está aquí, con esta gente que me quiere y me cuida. Al
lado de este mar, siempre en movimiento, cuya vista cada día me recuerda la
gratitud por estar viva.”
Carlota se levantó del banco, encaminándose
hacia casa. Luego, ya en su hogar, cosió algunas prendas y más tarde se puso a
leer la novela policiaca. La trama estaba más que interesante. A los pocos
minutos estaba sumergida por completo en la intriga del libro. Sonó su móvil.
Al otro lado escuchó la inconfundible voz de su amiga Celia Aladino, una de las
primeras personas que le acogió como una hermana al poco de llegar desde París.
“Hola Carlota, ¿Mañana en la tarde tienes
algo que hacer?” -Y tras escuchar la respuesta corta de Carlota- “Fenomenal
pues te espero en casa a merendar a las 18:00h. ¡Te veo por aquí bombón!”
Colgó el móvil y retomó su lectura. Con ella
estuvo enfrascada hasta que el sueño la reclamó a la cama. No cenaba ya.
Enseguida, Morfeo la recibió entre sus brazos. Apenas clareaba el alba cuando
Carlota despertó. Sintió el descanso reparador, a pesar de que sus huesos le
protestaban. Se preparó su mate mañanero y salió como de costumbre a por el pan
y a visitar a su amiga, la fuente. El día transcurrió con la placidez
acostumbrada. Después de comer ligera -conocía lo generosa que era Celia con
sus meriendas-, descansó un par de horas, escribió un par de cartas para
amistades de París y se vistió con elegancia, dentro de la modestia de su
vestuario. Recordó su época en la ciudad de la luz, las noches de fiesta cuando
Bernard le llevaba a cenar a esos lugares tan charmeé, y sintió añoranza.
Se echó su perfume preferido y salió a la calle.
Ya en casa de su amiga –sólo les separaban
tres cuadras- llamó al timbre. Le pareció escuchar cierto bullicio proveniente
del jardín trasero por unos instantes. Su amiga salió a recibirla:
“Hola Carlota, ¡Qué elegante ve veo! Pasa,
pasa. Ya tengo preparada la merienda atrás en el jardín”. Atravesaron en
silencio la casa, que les recibió con su habitual quietud acogedora. Al salir
afuera, la algarabía fue tremenda:
“¡Felicidades Carlota, por tus 20 años en la
isla! Te queremos amiga.”
Una divertida, coloreada, pancarta –sujetada
por media docena de amigos- enmarcaba la mesa con la merienda y una tarta de
cumpleaños. Algunos invitados tocaban instrumentos, y de fondo pudo escuchar
una de sus canciones preferidas de tango de cuando era aquella joven con ganas
de comerse el mundo.
La sorpresa le inundó. Se emocionó. Le
brotaron lágrimas de alegría. Y dirigiéndose a Celia le dijo: “Realmente amiga
eres mejor que el genio de la lámpara. Has cumplido un deseo sin necesidad de
pedirlo.”
Y volviéndose a todo el grupo: “Gracias
amigos míos, Os quiero.”
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