28. Más allá, la vida (28/50)

 

      El alazán negro galopaba atravesando la pradera. Los truenos sobre su cabeza de la tormenta recién desatada la espoleaban enérgicamente. Sentía el vigor al golpear con fuerza sus cascos sobre la tierra. A lo lejos, la vista del bosque acercándose por momentos hasta la silueta equina, ofrecía un contrapunto al animal en medio del espacio abierto. Como queriendo poner límite a esa imagen de poderosa, desbocada libertad.

  Despertó de su sueño. La cabeza le pesaba por efecto de la potente medicación. Durante unos efímeros segundos paladeó la sensación de libertad de ese caballo. Sintió que, en el fondo, su espíritu seguía siendo indómito, poderoso y, sobre todo, libre. Pero, al mirar a su alrededor, cuando recuperó por completo la conciencia de vigilia, ella se encontró de nuevo con la habitación gris y neutra donde la mantenían encerrada en el centro penitenciario psiquiátrico de la Xunta.

  A la espera de la primera vista del juicio, le habían ingresado cautelarmente en ese centro. Se consideró apartarla provisionalmente de los presos comunes. Los hechos habían conmocionado a la sociedad de la provincia. Se estaba cuestionando mantener el acceso de voluntarios y otro personal poco cualificado a cierto tipo de instalaciones estatales.

  Al menos había llamado la atención al estado precario en que vivían la mayoría de internos en los centros de salud mental. Su condición se había visto agravada con la pandemia; los pocos cuidados humanitarios existentes se restringieron al mínimo dada la prohibición de cercanía para evitar el aumento de los contagios por Covid19. El precio que tenía que pagar por ello iba a ser muy alto. Pero no se sentía víctima. Su acto fue llevado a cabo tras una reflexión profunda, consciente. Por tanto, ahora asumía la lista de consecuencias incómodas que acarreaba. En su corazón, estaba en paz. Seguía conectada con Abel, si bien después de dos semanas de su marcha, las sensaciones eran muy sutiles. Él pronto se habría ido por completo al otro plano. Ella aún tenía grabada la profunda mirada de agradecimiento del hombre unos segundos antes de desconectarle de la máquina que le mantenía atado a una existencia enajenante.

  Con todo, lo había sentido por Estefanía –la sobrina joven de Abel- y por su madre, pero ellas ya no podían ayudarle. Aunque le adoraban. Apartó de su cabeza estos pensamientos. Ya no había vuelta atrás. Trató de meditar unos minutos. Estaba entrando en un estado de tranquilidad, cuando de repente la puerta de su habitación fue abierta sin avisar. Un celador, parco en palabras, la ordenó que se pusiera bata y zapatillas y le siguiera de inmediato. Le reclamaban en el despacho del director.

  Se extrañó pero obedeció. Caminó en silencio por los fríos pasillos hasta llegar al despacho, situado en la segunda planta del edificio. Por la ventana del vestíbulo alcanzó a ver el sol iluminando una hermosa mañana de primeros de abril. No pudo evitar acordarse de que, en pocos días, su madre Sara cumpliría años. Si podía, le enviaría un detalle. Le hicieron pasar al despacho. El director, Don Emiliano Cifuentes –un buen hombre- le dijo con tono amable: “Señorita Aquisgrán, le espera una visita. Ha sido algo imprevisto. Tiene tan sólo quince minutos. Es en la salita de al lado.”

  Pasó a esa sala, y cuál fue su sorpresa al encontrase de frente con su amiga Rita Balaguer. Las dos se miraron sin decir nada, y se fundieron en un silencioso, intenso abrazo que lo dijo todo. Permanecieron unos largos segundos así, corazón con corazón, simplemente estando. Dos mujeres amigas. Honrando el pulso de la vida. Sin juzgar, sin esperar nada. Luego, Rita se enjugó las lágrimas vertidas por la emoción del encuentro y dijo:

  “Hermelinda amiga mía, lo siento. Siempre estaré contigo.”

 


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