9. Samba para olvidar al vals (9/50)

 

      El concierto transcurría con toda normalidad, el primer violín cumplía con las expectativas puestas en él. A pesar de su carácter difícil, Fedor Illich Romanov era un genio. Su toque de mismísimo ángel, hacía subir la calidad de toda la orquesta él sólo. La directora interina de la filarmónica de Viena, dudó hasta hace una semana, que los ensayos fueran a ser suficientes para la fecha del estreno en plena navidad. El relevo del primer violinista le había traído de cabeza durante casi dos meses. A primeros de octubre, cuando menos lo podía imaginar, Giuseppe Brioni les había dejado tirados, alegando motivos familiares a causa de la pandemia. Al día siguiente había partido a Montepulciano en Toscana a cuidar de su madre enferma. Como profesional, no podía entender que pudiera renunciar a tan buen contrato.

  Por si no fuera suficiente, con todo lo que en 2020 habían tenido que pasar en este annus horribilis.  Protocolos de prevención enrevesados que tensaban a los músicos, papeleos a todas horas, tediosas esperas para desinfectar y ventilar las salas de ensayos, etc. A punto estuvo de sufrir un ataque de ansiedad; máxime cuando volvieron a prohibir poder hacer deporte por las zonas verdes de la ciudad.

  Ahora, sentada plácidamente en su camerino, durante el primer descanso del concierto, Alejandra Casanova, juntaba los dedos sobre su frente en un gesto que, desde pequeña, siempre le había traído suerte. Si todo iba bien, podrían hacer con público las veinte funciones contratadas para estas fiestas. Verdad era que ver los asientos del teatro obligatoriamente medio vacíos no realzaba el espectáculo, pero es lo que ahora empezaba a ser considerado la dichosa ‘nueva normalidad’.

  Miró su reloj de pulsera, regalo de su padre cuando le habían dado el puesto de directora interina hacía año y medio. Todavía le quedaban cinco minutos para volver a escena. Recordó su llegada a la ciudad, proveniente de Brasil. “¡Qué países tan diametralmente opuestos!” –pensó para sus adentros, y entonces no pudo evitar acordarse de Alina, la concertista rusa de contrabajo, y su apasionado idilio durante tres años, bajo el ambiente siempre ‘caliente’ de aquellas tierras del cono sur.

  “No podía continuar. Empezaba a amenazar peligrosamente nuestras carreras profesionales. Mejor así.” Pero su tono de voz no parecía convencer a nadie que le hubiese escuchado en su camerino. Una nota de tristeza, incluso de vacío, acompañaba estas últimas palabras. En fin, Alejandra se puso de pie, respiró varias veces profundamente y se dispuso a seguir adelante con el concierto. No se podía permitir emociones nostálgicas que le distrajeran, siquiera un ápice.

  Una hora más tarde, finalizado el concierto, estaba cenando con algunos representantes del teatro real de Viena. También habían acudido algunas autoridades del ayuntamiento. Todo eran cumplidos para la orquesta y especialmente para su directora, con un futuro tan prometedor. Alejandra se sentía satisfecha. Desde joven había querido hacer siempre bien su trabajo. Le era fácil asumir responsabilidades y los retos le apasionaban. Sin embargo, mientras terminaba el postre, quizás demasiado dulce a su gusto, no pudo evitar sentir cierta desazón, algo agria en su pecho. Pero ella, tirando de galones y disciplina, acalló ese impulso rebelde brotando de su cuerpo.

  El acto oficial tras el estreno terminó antes que otros años, ya que los bailes (parte ineludible de estos actos en Viena) habían sido suprimidos por el Covid19. Alejandra no los echó de menos. El año anterior lo había pasado mal, teniendo que aceptar ser invitada por tantos desconocidos. Además, aborrecía el vals. Pero, sobre todo, echaba tremendamente de menos las fiestas en Brasil. ¡Lo que Alina y ella habían disfrutado juntas con aquellos bailes del trópico! Éstos consiguieron, por un breve espacio de tiempo, despertar en Alejandra una parte de ella instintiva, lujuriosa y casi salvaje.

  Le vino a la memoria ese mágico 13 de noviembre 2018, cuando el percusionista de la orquesta de Río Janeiro les invitó a las dos a pasar un fin de semana junto a su familia en la casa de campo, a dos horas de la gran urbe, y a veinte minutos andando de playas paradisíacas. Fueron dos días entrañables, la familia de Héctor Quiroga les trató como hijas. Comieron y tomaron el sol como diosas. Y luego, esa loca fiesta en casa de unos amigos de Héctor el sábado a la noche, fue sencillamente descomunal. Bebieron como cosacas y bailaron horas y horas. Lo pasaron de muerte.

  Alina se destapó por completo, sacando a relucir la nativa siberiana que llevaba dentro, oculta varias décadas de vida ordenada –tal vez demasiado- en el glacial Moscú. Y con aquel frenético baile de lambada, en que se le ofreció a Alejandra, ésta acabó por quedar cautivada. Luego, como no podía ser de otra manera, terminaron retozando desnudas entre las olas de un mar que se abrió de cuajo para recibirlas. El amanecer del día siguiente las halló aún desnudas, sus cuerpos entrelazados, tras una noche de amor made in Brasil.

  Todo esto parecía en estos momentos tan lejano. Era otra Alejandra la que contemplaba esas escenas llenas de vida desde la fría, pero cómoda barrera del éxito en Viena. Esa noche de prestigio no quiso dar más vueltas a su cansada mente. Necesitaba llegar a casa y dormir. En dos días repetirían el concierto, además en programa doble, mediodía y noche. No podía concederse ningún capricho veleidoso aireando fantasmas del pasado que le distrajeran de su trabajo.

  Sin embargo, la vida siempre imprevisible, al día siguiente cambió el guión. Tras desayunar ligera, Alejandra bajó a la calle a hacer un par de recados domésticos. Volvía tranquila, cuando de repente oyó como un taxi pasó demasiado cerca a su lado. Apenas tuvo tiempo para apartarse y, en la maniobra, se golpeó su brazo derecho con fuerza contra un banco de hierro. Sintió el impacto de dolor más en su cabeza que en la extremidad, porque de inmediato supo que se había roto algo y que no podría seguir con el programa previsto de conciertos.

   “¡Vaya mierda!” –exclamó sin poder contener su rabia- “Puto taxista de los coj… Y ahora, ¿Qué hago yo?”

  A los lejos, el taxi se alejaba. La ventanilla bajada del conductor, que iba cantando, dejó escucharse a buen volumen el ritmo alegre de una conocida canción de Toquinho:

“Você que ouve e não fala/ Você que olha e não vê/ Eu vou lhe dar uma pala/ Você vai ter que aprender/ A tonga da mironga do kabuletê.”

(Traducido: ‘Tú que oyes y no hablas. Tú que miras y no ves. Te daré un parche. Tendrás que aprender. El tonga de la mironga de la kabulette.’)



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