17. En primera línea de fuego (17/50)
Diluviaba. Ríos de
agua torrenciales empezaban a correr por las afueras del poblado. La estación
húmeda había comenzado. Los próximos meses las áridas tierras se empaparían y
el paisaje cobraría de nuevo vida. Así había sido otros años, y también en 2020.
Aunque por lo demás, el mundo estaba volviéndose loco debido a todas las
medidas para frenar la pandemia. Aún a dos horas en coche de la capital, la
preocupación por el virus también afectaba a la población del interior del
continente africano.
Hacía un par de días, cuando había acudido a
Nairobi a realizar unas compras para la finca, pudo pulsar un ambiente que era
un hervidero de tensión. Al menos, en los pueblos más pequeños la vida seguía
con normalidad. Él confiaba que dentro de unos meses, las aguas volvieran a su
cauce, y las personas se relacionaran de nuevo con tranquilidad. Sus
responsabilidades en el poblado, con la familia por un lado, y con el
mantenimiento de las explotaciones agrarias, por otro, eran muchas; su buen
desempeño precisaba, que sus subordinados trabajaran cada día en plenitud de
facultades. Y en eso, las medidas de prevención sanitaria, mascarillas
incluidas, no ayudaban. Bastante tenían los empleados con soportar las altas
temperaturas dentro de las instalaciones de procesado de piensos para el
ganado.
Reflexionaba mientras repasaba el estado de
las máquinas al final de otra agotadora jornada. La vida no había sido fácil
para Jeremy Mulumba. De niño hizo muchos esfuerzos para poder estudiar, la
escuela estaba lejos de su aldea natal. Luego, en su juventud la vida le
arrebató pronto a sus padres, fallecidos en un trágico accidente de coche.
Entonces tuvo que hacerse cargo de la empresa. Trabajador, era buen jefe con
sus empleados; sabía darles órdenes, pero también se paraba a escucharles, a
interesarse por sus vidas. Ellos le apreciaban y valoraban su trato.
Cuando llegó el virus y las cosas se
complicaron, reunió a los empleados para explicarles los protocolos
restrictivos impuestos desde las Autoridades externas. Fue el primero en dar
ejemplo, y apoyó a las familias que se vieron afectadas por la enfermedad. No
permitiría que ninguna de ellas pasara calamidades. El año fue avanzando, las
dificultades se solucionaban con la colaboración de todos, como una gran
familia. Un atardecer fresco de octubre, un inoportuno cortocircuito en una de
las naves de almacenamiento produjo un virulento incendio. Los empleados
reaccionaron bien y avisaron pronto a Jeremy. Al llegar al escenario, la vista
era desoladora: Las llamas alcanzaban los cinco metros de altura, aunque varios
trabajadores habían logrado que el incendio no se extendiera hacia otros
edificios.
Jeremy trató de mantener la calma, necesitaba
pensar rápido en algo que redujera las pérdidas. No podía permitirse que el
almacén prendiera entero. Entonces se acordó del gran depósito de agua sobre el
tejado y decidió vaciarlo de golpe, confiando que el impacto del agua pudiera
cortar el fuego, reduciendo su ímpetu hasta que llegasen los bomberos. Pero
había un inconveniente: Llegar hasta el depósito y abrir por completo la
trampilla de vaciado. Ni lo dudó por un momento, se encargaría en persona de la
arriesgada maniobra.
Al cabo de unos minutos, vestido con un mono
de trabajo empapado en agua y protegidas cabeza y manos, subió por una escalera
hasta el tejado. Portaba en la mano una pequeña maza con la que romper la
trampilla del depósito, hecho de arcilla tratada. Para llegar hasta la gran cuba, tuvo que
sortear un agujero porque parte del tejado ya se había derrumbado; dio un
traspiés que a punto estuvo de proyectarle despedido al vacío, pero recuperó el
equilibrio y atravesando unas llamas tan altas como él, llegó hasta el
depósito.
Jeremy sentía el calor abrasarle, su ropa quemaba y apenas podía ver entre el humo, pero por unos instantes apartó todo ello de su mente, y se concentró en su tarea. Consideró rápidamente por donde romper la estructura, para que el agua se dirigiera hasta las llamas y, a continuación, golpeó varias veces con fuerza la maza hasta hacer un pequeño agujero. Pero el agua apenas salía del depósito.
Se asomó al extremo del tejado y gritó:
“¡Rápido, darme un par de cartuchos de
dinamita listos para encender y con aislante para fijar al depósito!”
Enseguida, le hicieron llegar la dinamita,
que colocó con cuidado cerca de donde había practicado la pequeña brecha en el
depósito. La prendió y se alejó lo que pudo unos metros. Unos pocos segundos
después, la intensa explosión fue acompañada por el ronco bramido del agua
desbordándose hacia el tejado en llamas. Después de unos momentos inciertos,
desde abajo la gente comprobó como el agua apagaba casi todo el fuego. Pero no
veían a Jeremy. Después, una figura humana emergió con dificultad entre la
humareda. Alcanzaron a ver al patrón, exhausto, mostrando una sonrisa de
satisfacción.
Su coraje y resolución había conseguido
salvar el almacén. La gente empezó a aplaudirle, mientras dos hombres subían
hasta el tejado para ayudar a descender a Jeremy. Cuando acababan de tomar
tierra, se escuchó con fuerza la sirena de los bomberos, entrando en el recinto
de la fábrica.
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