19. A quien corresponda (19/50)
A las 13:00h se dio
por terminada la reunión. El laboratorio había informado a sus principales
directivos de que, en breve, pondrían en marcha el lanzamiento de un nuevo,
prometedor medicamento. Como subdirector del departamento de investigación, Lee
Yuang tenía bastante responsabilidad en esta campaña, donde su empresa se
jugaba mucho dinero. Si conseguían el éxito, el nuevo fármaco antidepresivo
sería exportado a los cinco continentes. Su jefe, el científico Chai Pin, dos
días antes le había avisado de lo importante de sus trabajos en estos momentos.
Las verificaciones para confirmar los efectos del producto debían hacerse de
manera escrupulosa.
Sin embargo, tras la reunión, Lee salió a
hacer footing por los parques de la zona residencial de Hong Kong donde vivía.
Mientras corría, no paraba de dar vueltas a una idea que ayer había empezado a
tomar forma. En los últimos días había estado siguiendo por el microscopio, y
haciendo cálculos, de algo que le extrañaba. Confirmó que, en las muestras
recibidas a través del departamento de fabricación del laboratorio, había algo
que no encajaba.
Estaba casi seguro de que se había
introducido de forma solapada una sustancia extraña a este tipo de fármacos. A
él le recordaba a las mini partículas nanoides, como las estudiadas en ese Máster que la empresa les
pagó en California hacía tres años. No debería estar ahí. No hacían falta. Y lo
más grave era, su más que posible efecto en el sistema inmunitario de las
personas.
Cuando llegó a casa, tras ducharse, decidió
llamar a su jefe. Hablaría abiertamente con el Dr. Pin. Se lo contaría. La
decisión le hizo sentirse aliviado. Cuando por la tarde –de nuevo en el
laboratorio- se reunió con su superior, le compartió sus investigaciones.
El Dr. Pin le miró con expresión neutra
mientras su empleado le contaba. Sentía afecto por Lee. Era un prometedor
científico. Pero, al escuchar sus palabras, sintió preocupación.
“Lee Yuan, escucha.” –El tono serio de la voz
de su jefe le puso en alerta- “Has de olvidar todas esas pesquisas. No van a
ningún lado. En estos momentos, el lanzamiento del fármaco es imparable. Hay
muchos intereses en juego. Tu alarma no nos conviene.”
A Lee le pareció entender que, por debajo de
las palabras del doctor, había más. Por qué su colega no lo compartía con él, le alertó.
“Pero Dr. Pin, los últimos análisis que he
efectuado, confirman la existencia de las partículas nanoides. Me temo que
pueda haberse realizado alguna manipulación de ingeniería genética en la
sustancia base del fármaco. Si fuera así, hay un riesgo de que las personas que
lo tomen, puedan contraer todo tipo de enfermedades autoinmunes a medio y largo
plazo. Eso sería mucho peor que la depresión que ya sufren.”
“Te ordeno que pares ya mismo esas
comprobaciones. Limítate a realizar las verificaciones pendientes para poder
entregar pasado mañana las muestras al equipo de elaboración del medicamento.”
Esta frase daba por zanjada la conversación,
dejando claro a Lee que no recibiría apoyo alguno de su inmediato responsable.
Abandonó el despacho de su jefe con actitud algo contrariada, y volvió a su
trabajo. De vuelta a casa, por la noche fue incapaz de conciliar el sueño.
Realmente se encontraba en un atolladero.
Dos días después, mientras tomaba su café, se
le ocurrió que iría a visitar a su antiguo maestro de Tai chi. Era sábado, hoy
no tendría que acudir al trabajo. La idea le devolvió algo de optimismo.
Tomaría el tren que conducía hasta donde vivía su mentor, a dos horas de la
gran urbe. Tras un viaje, donde el joven no dejó de sopesar pros y contras del
tema que le preocupaba, llegó hasta su destino. Aún hubo de caminar una hora
larga para llegar donde vivía el ya anciano maestro.
“¿Qué tal Lee, cómo va todo?” –Le recibió el
anciano con una gran sonrisa- “Me alegra volver a verte. Ha pasado ya tiempo.”
“También me alegro Señor Lao” –Respondió el
científico cortésmente- “Siempre es un placer disfrutar de su compañía”.
Lao Zi Ki le invitó a pasar al sencillo
comedor, donde ya había preparado un té de bienvenida. Se sentaron y estuvieron
unos minutos en apacible silencio. Fue el anfitrión quien retomó la
conversación:
“De lo que te conozco querido Lee, siento que
tienes un problema serio. Lo noto en la expresión de tu cara y siento el
abatimiento en tu espalda. ¿Qué sucede?”
Le compartió la situación en el laboratorio,
lo ocurrido los últimos tiempos con el nuevo fármaco; incluso la desalentadora
conversación con su jefe hacía sólo un par de días.
“¿Y te extraña Lee?” –Le contestó el anciano
sin perder su apacible presencia- “En este mundo moderno, muchas empresas sólo quieren hacer más dinero. Si por el camino, suceden cosas como la que cuentas, la
mayoría de la gente lo ignora y sigue adelante. Lo realmente importante es que
vas a hacer tú ahora.”
Lee se le quedó mirando algo sorprendido. El
Señor Lao le estaba arrojando el guante delante de sus narices. El desafío le
hizo sentirse incómodo, incluso algo enfadado. Dijo:
“¿Y por qué me toca a mí decidir en esto
solo, sin ayuda?”
Por unos segundos su acompañante no dijo nada.
Bebió con parsimonia un trago de la taza de té, y luego habló:
“Se trata de tu Despertar amigo. Esta
experiencia es para ti. Olvida lo que los otros harán o dirán, o dejarán de
hacer. El mundo es muy complejo, como para querer entenderlo. Te sugiero que
esta noche duermas aquí. Podrás caminar en silencio por el bosque. Tal vez así,
te sea más fácil escuchar la voz de tu corazón.”
Las
horas siguientes le permitieron a Lee recobrar su equilibrio, perdido desde
hacía tiempo. Por la mañana madrugaron para practicar Tai chi al amanecer. Pudo
sentir como recuperaba la energía vital tras apenas un rato de ejercicio.
Desayunando, su mente volvía a estar en paz.
“Muchas gracias Lao por Su hospitalidad. Mi
corazón me ha hablado. Sé lo que quiero hacer.”
“Me alegro de escucharte hablar así. Te veo
mucho mejor amigo. Ve entonces, camina y vive. Cuando quieras, vuelve a verme.”
Se despidieron en el pueblo, le agradó que el
anciano le acompañase en la caminata de vuelta. Tenía unos días delicados por
delante.
Al día siguiente, Lee Yuang presentó su
dimisión a su jefe, que la recibió extrañado. No se lo hubiera podido imaginar.
Luego, recogió sus pertenencias de su despacho, incluido un disco duro con
material de investigación personal.
Dos días más tarde, uno de los principales
periódicos de la ciudad, con alcance internacional, publicó la noticia. Un
investigador anónimo había presentado pruebas en la editorial, del peligro que
un fármaco de aparición inminente podría causar entre los consumidores. Aunque
no se citaba al laboratorio que lo estaba fabricando, la información del artículo
era extensa y precisa, dando pistas de quien podía estar detrás de este turbio
asunto.
En esos mismos momentos, Lee Yuang volaba en
dirección desconocida lejos del país. Con sus pocos ahorros retomaría su vida.
Prefirió el destierro a vender su alma. Doce horas después, el avión aterrizó.
Un mundo nuevo. Con un bello amanecer, la ciudad de Sidney le recibía. Por delante,
un futuro incierto. A Lee no le importó: Se sentía en paz.
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