20. Todos hermanos en las antípodas (20/50)
Nunca hubiera imaginado, que pudiera acabar
lejos de la seca meseta castellana. Al
cumplir treinta y cinco años, Higinio Fernández, ebanista de profesión, vio como su cómoda existencia en la
Valladolid natal, fue trastocada de la noche a la mañana. Aquel frío atardecer
de diciembre 2019 Higinio recibió en su taller de carpintería –situado en las
afueras de la ciudad- una extraña visita. Estaba a punto de cerrar, cuando
llamaron al timbre. Al abrir la puerta, una figura alta, delgada, medio oculta
por unos ropajes extraños que le protegían del frío, se dirigió a él en un
castellano muy básico con marcado acento extranjero:
“¿El Señor Feernández, por favor?”
“Sí. Soy yo.” –Contestó Higinio algo
sorprendido- “Higinio Fernández. ¿En qué le puedo ayudar?”
“Si me peedmite pasar, le explicaré. Aquí
fuera hace mucho fríio.” –replicó el visitante con tono educado.
“Claro, por favor adelante pase, le prepararé
un café bien caliente”.
“Muy amable.” –Dijo entrando a la nave el
hombre- “Me llamo Henry Svenson, duque de Tasmania”.
Esa tarde dos personas que se acababan de
conocer, pasaron horas conversando animadamente. Sólo cuando oyeron dar las
doce de la noche al reloj de la plaza, se dio cuenta Higinio lo tarde que se
había hecho. Se despidieron amigablemente, y quedaron en llamarse en dos
semanas. Al día siguiente, Higinio meditaba seriamente sobre el ofrecimiento
que le había hecho Sir Henry la tarde anterior. Le había propuesto viajar hasta
Londres, donde se sumaría a un equipo de doce personas, de diferentes países,
todos ellos profesionales de oficios de la construcción. El compromiso era por
seis meses, viajarían hasta Oceanía y la paga equivalía al sueldo de varios
años de un oficial normal.
Higinio no tenía familia; sabía que los
promotores del proyecto inglés lo habían tenido en cuenta. Le sorprendía que le
hubieran escogido a él, junto con otro carpintero del centro de Francia, de
entre miles de profesionales de su gremio esparcidos por todo el continente,
para llevar a cabo las tareas con la madera. Le pareció intuir ayer que tenía
que ver con la técnica de talla decorativa –heredada de su abuelo Venancio- que
incorporaba a sus muebles; más en concreto, ese diagrama de 19 círculos
entrelazados que, desde niño, había aprendido a grabar con perfección casi
enfermiza. Sir Henry le dijo que se trataba de ‘La Flor de la Vida’, un motivo
que aparecía en numerosos lugares del mundo entre obras de arte muy antiguas.
Pasaron los días, aceptó la propuesta, sin
apenas contar detalles a sus conocidos. Por suerte, era una persona algo
solitaria. Viajó hasta Londres, donde pasó unas semanas viviendo más novedades
que lo vivido anteriormente. De sus compañeros de aventura, apenas habían
tenido tiempo para conocerse y charlar entre ellos, ya que ninguno sabía bien
inglés: Venían de distintas partes de Europa, además de un canadiense cercano a
Alaska, un negro de Gambia, Ebrima y el ucraniano Piotr.
Cardiff, finales de enero. Los jefes
eligieron ese puerto para evitar noticias en prensa. Hacía frío y, sobre todo,
una humedad a la que él no estaba acostumbrado. Se subió el cuello de su gabán
ajustándose bien la gorra que hacía unos días comprara paseando por el centro
de Londres. Veía entre la niebla la silueta del barco que les llevaría hasta
Oceanía, siguiendo la ruta oriental a través del océano Índico. El patrón había
hecho las gestiones oportunas para asegurarse de que, el paso por Suez fuera
tranquilo; tuvo que pagar un buen puñado de dólares para que se lo
garantizaran. Además, las últimas noticias llegadas de China, en relación con
un nuevo virus surgido en la lejana Wuhan, no eran nada alentadoras. Se
empezaba a rumorear sobre posibles cierres de fronteras y espacios de
navegación. Por este motivo, el duque Sir Henry Svenson le ordenó al patrón del
buque adelantar la partida tres días, lo cual obligó a toda la expedición a
trabajar intensivamente las últimas jornadas en Londres.
Su
trabajo de las pasadas semanas había consistido en realizar unos rosetones calados
para el techo, sobre madera ligera de abedul escandinavo. Todos ellos mostraban
el dibujo de la Flor de la vida inscrito en una doble circunferencia y, según
le comentó Sin Henry, se colocarían como tragaluces en la parte alta de
distintas estancias. Ahora, mientras esperaba en el puerto, no dejaba de
reflexionar con gran curiosidad sobre el por qué de esos rosetones.
Los
días se fueron sucediendo sin contratiempos; al quinto día, tras haber dejado
atrás la peligrosa zona del sur de la península arábiga, se adentraron en el
Océano Índico. Higinio aprovechó para documentarse sobre la Flor de la Vida. Se
fue sorprendiendo del profundo significado, incluso poder sanador, que emanaba
de su diseño ancestral. Un día antes de llegar al sur de Australia (harían una
parada técnica en la isla de Tasmania antes de dirigirse hasta Wellington en
Nueva Zelanda), Higinio coincidió en cubierta con su colega, el carpintero
Renné Durant. Se entendieron malamente, chapurreando francés que Higinio había
aprendido en la escuela. Sacó en claro que su compañero también llevaba años
enfrascado en diseños geométricos de antiguas construcciones medievales, como
la catedral de Chartres. Esto aumentó aún más su curiosidad.
El 5 de febrero atracaron en la isla de
Tasmania. Amanecía, y Sir Henry les convocó a todos en cubierta para
explicarles que descansarían un día. Fueron trasladados a las propiedades que
el duque tenía en la parte norte, una extensa finca de más de cincuenta
hectáreas, con prados llenos de ovejas y arboledas de vegetación variada. En
esta parte del mundo era pleno verano, el tiempo caluroso fue todo un contraste
con lo dejado atrás en la vieja Europa. Al atardecer, todo el grupo cenaría
junto en la mansión de Sir Henry. Estaban citados a las 19:30h.
Disfrutó de un día distinto, pedaleando en
bicicleta por las onduladas colinas de la finca; luego Higinio se preparó y
acudió puntual al comedor. Estaban ya casi todos los comensales. A la hora
acordada, el anfitrión tomó la palabra y comenzó a hablar:
“Soy consciente de su curiosidad por conocer
los detalles de esta expedición. Era necesario guardar secreto porque teníamos
sospecha de estar siendo espiados. Les diré en primer lugar que ya están en su
destino. Esta finca será donde desempeñen su trabajo los próximos meses. No
iremos a Nueva Zelanda. En segundo lugar, y como consta en su contrato, habrán
de guardar estricto secreto sobre lo que aquí vean. A partir de mañana, entre
todos crearemos juntos un edificio para elevar la frecuencia del organismo
humano. O en otras palabras, un espacio sagrado para favorecer el Despertar e
iluminación de las personas. Nos serviremos de diseños guardados celosamente
durante centurias y combinaremos lo mejor de las matemáticas, el arte y la
música aplicada a la construcción. Levantaremos una nave para viajar dimensionalmente, sin la necesidad de movernos ni
una milla.”
Higinio al escuchar estas palabras
–pronunciadas despacio y en inglés básico-, no podía salir de su asombró. Buscó
con la mirada a Renné, el cual le devolvió la misma incrédula expresión. Y
entonces, se acordó de unas frases de Drunvalo Melquizedec en uno de los libros
sobre la Flor de la Vida, donde contaba cosas similares al referirse a la Orden
de Horus en el Antiguo Egipto.
Desde el día siguiente, el equipo trabajó
concienzudamente. Los cimientos ya estaban construidos. Recibían sólo las
instrucciones para cada día. Primero, los albañiles edificaron un zócalo de
ladrillo siguiendo un diseño de planta octogonal de unas dimensiones
específicas, Les ayudaban el resto de compañeros como peones. Después se
incorporó un entramado estructural de madera con forma de media esfera; los dos
carpinteros trabajaron afanosamente, ayudados por el diseñador de interiores,
Ebrima Ombú. Varios días después, Renné y Higinio colocaron los rosetones de la
Flor de la vida incrustados sobre cristales circulares, a modo de ventanas.
Terminado el esqueleto de la nave,
los técnicos de sonido e iluminación instalaron el sistema de climatización,
equilibrando el efecto electromagnético de todo el espacio. Al final se
procedió a pintar el espacio interior para que la cromoterapia diera un baño
sutil de armonía a todo el conjunto.
Tras cinco semanas de intenso trabajo, la
construcción se terminó. Observándolo desde fuera, a unos pocos metros, Higinio
estaba maravillado. Una sensación de plenitud recorría todo su cuerpo. De
pronto, no pudo evitar pensar en alto: “La casa ya está. Entonces… ¿Para qué
nos ha contratado Henry seis meses?” -Y sin dejar tiempo a reposar la pregunta:-
“¡Claro, eso es! Nos necesita para que experimentemos en la influencia del edificio
sobre nosotros. ¿Por qué no ha dicho nada? He de hablar con él.”
Encontró a Sin Henry, meditabundo en el cenador
de la rosaleda de la casa señorial. Se saludaron y de forma directa, Higinio le
trasladó su inquietud al hombre que les había contratado.
“Me preguntas que por qué guardarlo en
secreto. No quería que os distrajera del proceso de construcción. Las cosas se
van comprendiendo según vamos pasando etapas. Esta tarde hablaré de ello. Puedo
decirte algo: Todos vosotros sois personas solitarias, con caracteres introvertidos.
Se os escogió en parte por eso. Pensé que esto favorecería la fase meditativa
de experimentar con el ‘lugar’. Se necesita llegar a una mente única. Si
vuestras cabezas estuvieran demasiado pendiente de las personas que habéis dejado
atrás, eso dificultaría vuestra fusión con el edificio. Y sobre todo, la unidad
entre todo el grupo.”
Higinio sólo pudo comprender que había cierta
lógica en lo que Sir Henry le había comentado. Cuando atardecía, el grupo se
reunió dentro del ‘domo’; estaban sentados en círculo en silencio. Una música
suave de un coro de voces daba un punto intimista al ambiente. El último en
aparecer fue Sin Henry. Iba elegante, y portaba un pequeño baúl de madera, con
un cuarzo rosa en forma de corazón incrustado en el cierre. Se sentó, y comenzó
a hablar:
“Primero, daros las gracias por vuestro gran
trabajo. Este domo es una hermosa realidad por el esfuerzo de todo el grupo. Y
este trabajo en grupo ha ido creando una onda de forma sutil de unidad, que va
a ser imprescindible en la siguiente fase. Algunos ya sabéis de qué se trata,
es bueno que lo compartamos juntos. Vamos a hacer un viaje interno de la mano
de esta nave para acceder a otras
dimensiones. El objetivo será ir subiendo de frecuencia dentro de todos nosotros;
una frecuencia que, mediante visualizaciones sencillas, iremos anclando en
distintos puntos del planeta. Porque también este proyecto tiene una vertiente
de generosidad para toda la especie humana.”
Paró unos segundos, dejando que se posara en
sus oyentes el efecto de sus palabras. No había prisa. Y continuó: “Hoy mismo
empezaremos las primeras dos sesiones de meditación. Serán cortas, y servirán
para expresar y fijar en el edificio nuestro propósito grupal. Para el trabajo,
nos ayudará este pequeño objeto…“ –Abrió el baúl levantando la tapa, y unas
figuras geométricas, todas iguales, aparecieron relucientes ante las personas
allí reunidas- “Son dobles tetraedros de cristal especial. Una miniatura del
vehículo de luz que todos poseemos para poder viajar inter dimensionalmente. A
nuestra mente racional le ayudará al poder verla físicamente desde ya mismo.
Coger cada uno una. En la tradición ancestral de muchos lugares del mundo se le
conoce como ‘Merkabah’. Os acompañará todo el rato.”
El efecto que la visión del doble tetraedro
produjo en Higinio fue como abrir una capa de su memoria profunda hace largo
tiempo olvidada. Sintió entonces que su lugar estaba aquí, dentro de este
edificio y junto a esta gente, que tan solo hacía dos meses no existían en su
vida. Al sostener el pequeño Merkbah de cristal sobre la palma de la mano, su
mente se despejó por completo y empezó a percibir el espacio interno del domo
de manera distinta. Las dos primeras meditaciones en grupo sirvieron para que
los presentes se conectaran entre sí y, juntos, con el edificio. La 2ª
meditación, de la tradición sufí, fue especialmente poderosa y les condujo
unidos al espacio sagrado del corazón: un lugar no mental que, al activarse,
les llevó a ser conscientes del aquí y ahora como lo único existente. Era la
puerta a la 5ª dimensión.
Higinio
supo entonces que, durante los próximos días viajarían muy, muy lejos. Y
agradecido por poder vivirlo, derramó unas lágrimas de felicidad.
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