8. Yokohama mon amour (8/50)

 

      Los arrabales del puerto de Marsella eran grises. A mediodía de febrero, las nubes anunciando lluvia pintaban una estampa aún más triste, casi mortecina. Apuró la copa de licor, y salió al exterior, resguardándose del frio con la gabardina. Caminó unos minutos por los muelles, sin saber muy bien dónde dirigirse. El sonido profundo de un vapor llegando al puerto, le sacó de su vagar. Al levantar la vista hacia la silueta mastodóntica del buque, apareciendo como un gran espectro a través de la niebla, su mente de súbdito voló hacia atrás, a su Valparaíso natal.

   Era diciembre de 1980, acababa de cumplir veinte años, y desafiando todas las recomendaciones familiares, decidió embarcarse como ayudante de cocina en un barco mercante que estaría navegando nueve meses por el Pacífico. Los nueves meses pasaron rápido; sustituyó al cocinero jefe, fallecido por unas fiebres tifoideas mientras estaban atracados en el puerto de Yokohama. Como para olvidarlo. Tras su tórrida aventura amorosa en esa ciudad con aquella ex geisha madura, Misime. Esa perla nipona le inició -en dos intensas noches inolvidables- en las artes del sexo oriental. Un año después de ese episodio, aún podía aspirar su aroma inconfundible que había quedado prendido a su cuerpo, mientras tomaba un whisky doble en un burdo garito de San Francisco.

  Cuando cumplió los cincuenta, Vittorio Echenique decidió dar por finalizado su periplo de marinero. Eligió la costa azul para la siguiente etapa de su vida; con los ahorros de más de veinte años montó una taberna especializada en comida chilena. La región, como toda Europa, estaba empezando a remontar la crisis financiera. Tuvo que trabajar duro, pero su constancia unida a su don de gentes labrado en esos años de lobo de mar, le hizo tirar para adelante. Llevaba un par de años de bonanza, su vida estaba tranquila. Y entonces, hacía un año la pandemia de los murciélagos asoló Europa; él no se libró, aguantó unos meses pero prefirió vender el local a tiempo a un especulador adinerado de los bajos fondos de Marsella.

  El vapor volvió a inundar el puerto con el estruendo de su gran bocina. Le vino algo de añoranza por sus años jóvenes. Llevaba aún en los bolsillos el fajo de dinero restante por la venta de su taberna, una vez liquidadas deudas a amigos y a proveedores. Vittorio se encendió un cigarrillo. Todavía era fiel a la marca que fumaba desde joven en el lejano Chile. El cuerpo protestó con una tos profunda. Él volvió a pensar que algún día debía dejarlo. Pero en estos tiempos, las satisfacciones escaseaban. Tal como se estaban poniendo las cosas, pocos placeres iban a quedar en dos días. Pensó en llamar a su hermana Gabriela. No es que a Vittorio le encantara París, pero no se le ocurría mejor plan.

  “Además he de darme prisa” –habló en alto sin percatarse- “en dos días vuelven a cerrar las fronteras y no puedo atravesar el país. No me hace puñetera gracia quedarme varado en esta Marsella, fea de cojones. Sí mañana le llamo. Me alegrará volver a saber de los tres sobrinos, en especial de René, el mediano, del cual mi hermana se empeñó en que fuera su padrino. Estará hecho todo un muchacho… creo que habrá cumplido 15 en agosto pasado. ¡Caray el tiempo vuela!”

  Al regresar hacia el hostal donde se alojaba, anochecía. Los días empezaban a alargarse. La humedad se le metía en los huesos; como cada invierno, desde los tiempos de marinero se resentía. Se sacudió tan poco halagüeño pensamiento, y prefirió pensar en el suculento guiso de Madam Claudine, esperándole a la mesa. ¡Qué amable mujer! A pesar de las desgracias vividas, en especial la muerte de su madre por covid hacía tres meses, seguía sonriendo a cada huésped y mantenía el negocio en orden.

  Separada hacía veinte años de un marido que le pegaba, era una mujer de redaños que había sacado ella sola a sus dos hijos pequeños para adelante. Se habían conocido hacía cinco años. Un proveedor de la taberna le recomendó su hostal para cuando Vittorio necesitara avituallarse en las lonjas de Marsella. Le había caído simpática, incluso la segunda noche llegó a sentir que le hacía ojitos. Pero Vittorio salía entonces de un fiasco sentimental y no estaba para nadie.

  Le fue visitando con regularidad hasta hacía unos meses cuando se produjo el funesto desenlace del cierre obligado de la taberna. Ella le llegó a proponer que se hicieran socios, que los dos juntos remarían mejor. Pero él, no lo vio claro. Era hombre de no tener jefe ni socio. Y ella era una mujer bien fajada, tal vez con demasiado carácter.

  Ya en el hostal ‘La vie en rose’, Vittorio disfrutó de una cena más abundante de lo normal. Bebió con fluidez; en el ambiente se respiraba un aire a despedida. Él reconoció que se iba a gusto dejando esa ciudad inhóspita, pero también que echaría de menos la hospitalidad de Claudine Marsó. Charlaron y bromearon, hablaron de los buenos tiempos de la taberna que ella había llegado a visitar cuando se tomó unos días libres el otoño de 2017. Los demás comensales fueron desapareciendo a sus habitaciones. Se quedaron solos. Hubo un rato de apacible silencio, tras el bullicio de la cena. Ella se levantó, encendió el viejo tocadiscos, casi una reliquia de su juventud y se pudo oír la voz de Edith Piaf, reviviendo su más conocida canción, casi un himno en todo el país:

“Des nuits d'amour à plus finir/ Un grand bonheur qui prend sa place/Des ennuis, des chagrins s'effacent/ Heureux, heureux à en mourir. Quand il me prend dans ses bras/ Il me parle tout bas
Je vois la vie en rose”

  La mujer le invitó a bailar; él se sintió flaquear, pero realmente le apetecía. Fueron unos minutos casi eternos. Su cabeza quería vagar, pero la cercanía del cuerpo de ella, la calidez de sus pechos generosos, le trajeron pronto de vuelta. No hacía falta hablar. Los cuerpos moviéndose al unísono se lo dijeron todo.

  Claudine le miraba desde un hermoso lugar, olvidado hacía mucho tiempo por él. Al acabar la canción, él le cogió en brazos, con gesto rudo mas lleno de cariño, y ella se abandonó. Vittorio la besó suavemente en sus labios, mientras traspasaban la puerta del dormitorio. Por unos momentos, sintió llevar a una geisha en brazos. Segundos después, el vendaval de la pasión se desató entre los dos: mujer y  hombre amándose en la oscuridad.

 



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