2. La vida que viene (2/50)
La semana estaba transcurriendo muy
deprisa. Después de haber tenido que decretar el cierre del negocio, y despedir
a los empleados, ahora tocaba desmantelar el inmueble. No quiso encarecer más
sus pérdidas, contratando a alguien para ello. Decidió que él mismo se ocuparía
de esa tarea, le vendría bien para poner en orden su cabeza. Necesitaba
reflexionar sobre la evolución de su vida durante los últimos meses.
Sentado en su escritorio, revisaba papeles y
archivadores. De pronto cayó entre sus manos la copia del contrato de un
empleado, y sin saber por qué, en voz alta leyó su nombre: “Ricardo González
Villagra. Nacido en Buenos Aires en 1965.” No pudo menos que tragar saliva con
dificultad, le caía bien ese hombre, trabajador y buen compañero, aunque a
veces los otros empleados no llevaran bien las bromas del Flaco. Realmente, le
había sabido mal despedirle. Tal como estaban las cosas este otoño, en medio
del segundo arreón de despropósitos del gobierno hacia las empresas, sabía que
no lo tendría nada fácil para ser contratado de nuevo. Apenas había podido
entregarle un par de sueldos como indemnización; pero es que él tampoco estaba
recibiendo ni la cuarta parte de la ayuda prometida por la administración.
Sin pensarlo más, procedió a eliminar ese
papel junto a otros muchos en la máquina trituradora. Mientras escuchaba su
ruido, su mente vagó hacia otros pliegues de su vida. Lo que más le preocupaba
ahora era su hija Estefanía. No lo estaba pasando nada bien en el colegio, en medio
de todas esas medidas de prevención del Covid19, más propias de campos de
concentración de la segunda guerra mundial.
“¡Joder, esto es inaudito!”- exclamó volcando
parte de su rabia acumulada hacía meses- “Cualquier día los chavales empiezan a
enfermar de neumonía por tener que pasarse horas sentados en clase con las
ventanas abiertas. ¡Menuda mierda de panorama tenemos por delante!”
Tuvo que calmarse, contando mentalmente hasta
10, al tiempo que respiraba profundo, desde el abdomen. Recordando lo aprendido
en aquella escapada a las Bahamas hacía ya 18 años, donde conoció a Bárbara, la
madre de su hija. Fue ella la que le convenció de apuntarse a ese retiro de
yoga y meditación. Y él, con tal de llevársela al huerto, le dijo que sí.
Ahora, Bárbara ya no estaba, una extraña enfermedad se la había llevado hacía
dos años. Hacía lo que podía para bregar con una adolescente de 13 años en
medio de estos tiempos tan oscuros.
La vida de Fulgencio Redondo, nunca había
sido fácil. El negocio de cathering que ahora cerraba era su quinta aventura
empresarial, cuando aún le quedaban unas semanas para cumplir 40 años. Todo
apuntaba a que los celebraría solo por culpa de la dichosa cuarentena, retomada
de nuevo por el gobierno con visos de ser alargada hasta los días del juicio
final.
En esas estaba, cuando su móvil sonó. Era su
madre.
Sin muchas ganas, contestó a la llamada:
“Hola Fulgencio, ¿Qué tal todo?...”- siguió unos breves segundos de pausa
incómoda- “Me ha contado tu hermana Consuelo que has tenido que cerrar el
negocio… ¡Vaya faena!
“Mira que le dije a Consuelo que no dijera
nada a mamá”, se dijo con cierta amargura a sí mismo. Luego recompuso la voz lo
mejor que pudo y contestó: “Todo está solucionado madre, los papeleos ya están
terminados y tengo apalabrada la venta del local. Todo va a ir bien” Era
consciente de que esto no era del todo cierto, pero no quiso preocupar a su
madre, dada su delicado estado emocional. Aún no se había recuperado la mujer del
revés que supuso el ingreso en el psiquiátrico hacía ocho meses de Abel, el
hijo menor.
“Madre, ahora estoy muy ocupado en el
despacho. Te llamo en un par de días. Voy a tratar de escaparme a Santiago para
estar contigo unos días.” No quiso darle espacio a que ella le preguntara más
cosas. No estaba de humor. “Te quiero mucho, nos vemos pronto”. Y colgó el
móvil.
Se acordó entonces de que le había prometido a
Estefanía que esta tarde le llevaría al cine. Estrenaban la última película del
actor favorito de su hija. Menos mal que había cosas que aún se mantenían, y
como buen adolescente ella también tenía sus ídolos. Miró el reloj. Tenía el
tiempo justo para pasar por casa, darse una ducha rápida y recogerla a la
salida de la clase de refuerzo de matemáticas.
A los
cinco minutos abandonaba la empresa. Lucía un agradable sol en esta tarde
fresca. Camino del coche, se cruzó con Manuel Altolaguirre, el encargado del
bar donde acostumbraba a tomarse su café de media mañana. Se saludaron.
Fulgencio sonrió al recordar los buenos ratos pasados juntos hacía un año,
cuando nadie podía imaginar la situación social que a todos se nos venía
encima.
“Ese es el problema”- dijo en alto- “no lo
hemos visto venir porque llevamos años ocupados en sobrevivir, llegando a fin
de mes y remando para salir adelante. Desde hace varias generaciones ya no hay
apenas gente comprometida con los movimientos sociales. Y ahora, esta pandemia
exagerada por el gobierno vete a saber tú con que fines, está amenazando con
socavar lo poco que queda de espíritu solidario y cooperativo entre las
personas.”
De improviso, recordó. Se vio a los diez
años, caminando por los montes, acompañado de su abuelo Iñigo. Podía escuchar
aún sus sabias palabras: “Escucha bien lo que te digo: Llegará el día en que
este capitalismo que nos ha vendido también la falacia del bienestar se comerá
la sociedad. Está desapareciendo el aprecio por lo comunal, y con ello las
experiencias de mutua ayuda entre las gentes. La prisa y el consumismo están
haciendo que hoy en día muy pocos disfruten ya de las cosas importantes de la
vida. Cualquier día se inventan en un laboratorio moderno de esos un bicho
chungo, y deciden encerrarnos en nuestras casas para que la gente no comparta.
Mal pinta esto si no le echamos dos coj...para remediarlo”.
Fulgencio recordó sus palabras como si las
hubiera dicho ayer. Cuánta razón tenía el abuelo. La sabiduría de la gente
sencilla, apegada al campo y al amor a la tierra. Al separarnos de ella, la
sociedad caminaba enloquecida de atolladero a descalabro. Quién sabe si la
crisis actual al golpearnos tan duramente, nos haría despertar. Bueno esta
tarde tocaba cine y estar dos horas cerca de su hija. Lo necesitaba más que la niña. Proyectaban una comedia, ‘Rifkings Festival’, a lo mejor se echaban unas
risas juntos.
Comentarios
Publicar un comentario